Parecía un cuento de mal gusto el protagonizado en Caracas por la primera dama del gobierno más misógino del mundo, el de la teocracia de Irán, país donde han sido asesinadas mujeres por el solo hecho de usar un velo de un modo divergente a los gustos de los machos religiosos del régimen (en el Corán no hay ninguna palabra que ordene portar un velo así o asá). O simplemente fue una provocación de la “primera combatiente” Cilia Flores cuando invitó a la dama iraní a reunirse con un grupo de mujeres intelectuales (por cortesía no les voy a poner comillas) del micromundo chavista (no se dio ningún nombre de tan selecta audiencia) para conversar “acerca de los derechos de la mujer en sus respectivos países” (sic). A primera vista, una de esas chanzas ordinarias que solía gastarse el difunto Chávez, a quién tanto gustaba hacer reír a su séquito adulador.

Naturalmente, la reacción fue explosiva. Las pullas, las diatribas, las fotos de mujeres mártires, los relatos de los escarnios en las cárceles de Irán, comenzaron a circular con la velocidad de un rayo a través de las redes. Sin embargo, después de la risa (o el llanto, depende de cada cual) pensamos algunos que detrás del grotesco espectáculo había algo más serio: un acercamiento cada vez más intenso, en todos los niveles, del gobierno de Maduro con la mayoría de los gobiernos dictatoriales, o simplemente autoritarios del mundo, entre los que por su crueldad sobresale el de Irán. Sobre todo entre los que conforman el amplio círculo anti-occidental que actúa de acuerdo a la línea acordada entre Putin y Xi Jinping y cuyo objetivo manifiesto es dar vida a un nuevo orden mundial, no solo económico, sino político, uno destinado a sustituir al que emergió después de la segunda guerra, primero y del derrumbe del comunismo, después. Un bloque cuyo principal conductor es China seguida por tres naciones atómicas, la Rusia de Putin, la Corea de Kim Yong-un y el Irán de los ayatolas. Uno, en fin, formado al calor de la invasión de Putin a Ucrania, hecho que ha permitido el alineamiento explícito de agrupaciones globales hasta ahora solo existentes a nivel implícito.

Aparentemente, ninguna novedad. Desde los tiempos del presidente occiso, el chavismo ha intentado incluir a Venezuela en los círculos más anti-democráticos del mundo. Las relaciones de hermandad de Chávez con tiranos de la calaña de Gadafi, Hussein, al-Assad (un humanista, según Chávez) son de sobra conocidas. La simbiosis establecida con Cuba y Nicaragua se mantiene vigente. El hecho de que pocos días antes de la invasión a Ucrania, Putin hablara de usar Cuba y Venezuela como base de operaciones militares fue algo más que un exabrupto, sobre todo si vemos que eso es precisamente lo que está haciendo el régimen de Jinping al convertir a Cuba en un asentamiento de los aparatos de inteligencia china.

Cuba es una ficha ruso-china. Venezuela, sobre todo si Maduro gana las elecciones que se avecinan, llegará a ser lo mismo. A la luz de estos antecedentes, parece inaudito que un presidente democrático como Lula haya intentado presentar a Maduro en el encuentro de Brasilia como víctima de una falsa narrativa. Lo peor es que si no hubiera sido por la intervención decidida de los gobernantes de Chile y Uruguay, lo habría logrado. Al final solo queda concluir en que, lamentablemente Brasil bajo Lula, intensifica no solo su dependencia económica sino además la política con el imperio chino.

Lula es una llave de China en el proyecto de cambiar el orden mundial por uno más conveniente a los proyectos del eje Bejing, Moscú, Teherán. En ese contexto, la aspiración de Lula es convertirse en el líder de un sub-bloque latinoamericano de naciones “neutrales” (leáse, anti-norteamericanas) y, si es posible, afín a los dictados de Beijing. En ese proyecto, la Venezuela de Maduro, no solo desde un punto de vista estratégico económico (petrolero), sino también geopolítico, sería una pieza fundamental.

Por ahora el régimen de Venezuela es de tipo binario. No es una dictadura salvaje como la de Cuba o Nicaragua, pero está muy lejos de ser una democracia en forma, como las de Uruguay, Costa Rica o Chile. Con un lavado de cara, debe haber pensado Lula, Maduro podría llegar a ser un aliado presentable en el macroproyecto que lleva a la conformación de un nuevo orden mundial.

Que Maduro ya es un aliado de fiar para el proyecto antioccidental, lo demuestra el tono impreso a sus declaraciones sobre materia política internacional. Por ejemplo, sabedor de que Erdogan está esperando el momento para cambiar de bando (en el caso de que Europa sea doblegada por Putin en Ucrania, por ejemplo) Maduro lo felicitó, expresando el deseo de “seguir trabajando juntos para cambiar el nuevo mundo”.

Después de Turquía, donde recibió trato preferencial, Maduro apareció en Arabia Saudita (6 de junio) junto al príncipe Mohamed bin Salman, a quien Maduro no se cansó de hacer referencias en torno al nuevo orden mundial. Para el siniestro príncipe, la visita de Maduro no solo tenía que ver con la conexión petrolera, sino, además, como un modo para mostrar públicamente su predisposición a buscar aliados dentro de la órbita anti-norteamericana. La visita a Caracas de la dama persa, vista así, solo fue un nuevo paso en la firme adhesión de Maduro con la “internacional de dictaduras” cuya consanguinidad ideológica hará posible la transformación de un mundo donde las democracias políticas serán reducidas a un lugar secundario.

No inventamos nada; no especulamos. Es la articulación de hechos reales la que nos hace posible fijar la siguiente conclusión: la introducción no solo informal (así ha sido hasta el momento) de Venezuela dentro de un marco compartido con Rusia, China, Irán, Corea del Norte, y otras anti-democracias, encierra peligros, no solamente externos en la región latinoamericana, sino también al interior de la propia Venezuela. Esos peligros se presentan en dos costados. En uno, los países antidemocráticos estarán muy interesados en que Maduro no pierda las elecciones presidenciales del 2024. En otro, Maduro y los suyos se sentirán inducidos a cometer, si llega a darse el caso, todo tipo de alteraciones a las normas electorales (la reciente designación de un nuevo CNE es solo un signo) al saberse protegidos por una red de dictaduras que operan en todos los reductos del globo.

A Diosdado Cabello hay que tomarlo en serio cuando dijo “De aquí no nos vamos, ni por las buenas ni por las malas”. Lo dijo porque sabe que no está solo en el mundo. Si Putin, para poner un ejemplo, se atrevió a interferir en las elecciones de la sólida democracia estadounidense, hay que imaginar lo que haría en Venezuela, país al que el gobierno le abre todas las puertas. En nombre del avance del ideal del nuevo orden mundial, como ayer en nombre del comunismo, todo está permitido.

Lo dicho significa que la política exterior del gobierno venezolano es parte de la interior. Las líneas que en el pasado pre-global se interponían entre realidades locales y mundiales, si no han dejado de existir, son muy borrosas. En otras palabras: hoy vemos una relación directa entre la filiación internacional de un gobierno y la conformación del orden político interno. Quiere decir que así como en el pasado reciente hubo procesos de democratización, hoy asistimos a un cada vez más creciente proceso de autocratización.

El nuevo orden mundial -bipolar y en ningún caso multipolar- ya no es un objetivo lejano. Está impuesto. A un lado, el espacio occidental, con sus democracias, sus alternancias en el poder, sus derechos y sus libertades. Al otro, el muro de las autocracias, con sus ideologías religiosas y con sus religiones ideológicas, con sus poderes absolutos, con minorías sexuales, culturales y sociales desprovistas de toda opción política. A un lado, el mundo de la discusión y el debate. Al otro, el de la obediencia y el del sometimiento. En ese choque, no de culturas, no de civilizaciones, pero sí de ordenes políticos, América Latina no está ausente. Es por eso que no nos hemos cansado de afirmar: Cada gobierno de tendencias autocráticas -sea de izquierda o derecha- que se imponga en la región, será una botín conquistado por el nuevo eje de dominación mundial.

Como ya hemos formulado en un reciente artículo, la democracia (en su forma liberal o constitucional) se encuentra en estos momentos a la defensiva. En cada elección nacional puede jugarse el destino de otros países. En ese punto están de acuerdo la gran mayoría de los observadores: si la guerra en Ucrania está en el centro de la política global, es porque Ucrania se ha convertido en una trinchera que separa a dos mundos. Si triunfa la Ucrania occidental y democrática, será un gran golpe en contra de la expansión autocrática mundial. Al revés también: si Putin logra apoderarse del sufriente país europeo, tanto Rusia como China continuarán una expansión, no solo territorial. Una ONU, controlada por poderes autocráticos ya no es una distopía; es una latente posibilidad.

En el país de Maduro, esa confrontación macro y micro política a la vez, tendrá lugar el 2024. Maduro enfrentará a una oposición social muy grande a la que hasta ahora -sobre todo debido a los terribles errores cometidos desde 2018 por los partidos políticos que adversan al gobierno, cuando en un acto de fatuo heroísmo decidieron practicar la abstención- no ha logrado la mínima unidad que se requiere para ser alternativa política. Las primarias que pronto tendrán lugar entre una cantidad desmesurada de candidatos, no será un enfrentamiento entre opciones políticas sino entre personas que, como en los concursos de belleza, sacan a relucir sus dotes personales, reales o inventadas. En medio de ese corso, llama la atención la incapacidad intelectual de los políticos para dimensionar el significado de las elecciones que avecinan. Un triunfo de Maduro significará, digamos con todas sus letras, la consolidación del régimen dentro de un marco internacional y antidemocrático que lo ampara.

Hoy no es igual que ayer. Ayer, cuando ganaba Chávez o Maduro, ganaban en primer lugar ellos. Hoy si gana Maduro, ganan en primer lugar Xi y Putin. ¿Por qué hasta ahora ninguno de los candidatos dice esta verdad, tan grande como una catedral? Probablemente, algunos tienen serias limitaciones políticas. Puede ser también que otros tengan miedo a ser inhabilitados por el gobierno, antes de competir en las primarias. Quizás hay otras razones. Sin embargo, sería injusto dejar caer todo el peso de la crítica solo sobre las personas de los candidatos. En este sentido hay que ser conscientes de que los políticos son rara vez productores de ideas. Su tarea es representarlas, y cuando llega el momento, ejecutarlas. Pero no crearlas. De modo que la incapacidad discursiva que hoy hacen gala los candidatos, no es solo de ellos. Al menos debe ser compartida con los que sí tienen como tarea producir ideas políticas (ideas-fuerzas, las llamaba Gramsci). Me refiero a la llamada clase intelectual cuyos miembros, desde artículos semanales, echan a volar ideas para que sean recogidas por eventuales actores políticos. Y bien, es en ese campo, el de la producción de ideas, observamos no solo en Venezuela, sino en casi toda América Latina, un desierto más grande que el del Sahara.

Concentrémonos en el caso de Venezuela. ¿Cuántos son los llamados pensadores que han tematizado la vinculación de Maduro con el nuevo orden mundial y las consecuencias que de ahí derivan para el destino nacional? Pero bajemos el tono, quizás eso sea mucho pedir. Preguntemos de otro modo: ¿Cuántos y cuáles son los que han dado a conocer el sentido que tiene para el país un triunfo o una derrota de occidente en Ucrania? Es decir, ¿cuántos son los que se han dado cuenta de que Venezuela no es un mundo sino un país que habita en el mundo?

Leo a gente que antes leía con interés y hoy cada vez menos. Los que mencionan ese drama de nuestro tiempo donde se juega gran parte del destino del mundo, son minoritaria excepción. En la mayoría de los que se pronuncian por la democracia, con relación a la tragedia ucraniana observo un silencio aterrador: una “indolencia que duele”. Incluso no han faltado algunos que indirecta o directamente toman partido a favor del agresor. Entre ellos están por cierto los que padecen de ese cretinismo tan latinoamericano llamado anti-yanquismo (incluyo en ese grupo al papa Francisco). Para esa especie, EE UU no es una potencia que ha cometido grandes errores y grandes aciertos, sino la representación del mal sobre la tierra. Por el otro lado, no faltan los que se sienten agredidos por las luchas culturales de nuestro tiempo, sobre todo las sexuales que tienen lugar en los países occidentales, en su jerga, decadentes. No lo dicen, pero al igual que los antiguos derechistas otean a gobernantes como Putin y Xi como garantes del orden sexual y familiar puesto en cuestión por los movimientos identitarios. También hay que agregar a los analistas que se las den de cientistas sociales objetivos, a los que no pronuncian jamás la palabra invasión, a los que proponen ceder parte de Ucrania a Rusia sin consultar a los ucranianos, a los que intentan disimular su adhesión putinista aduciendo que “el problema es muy complejo” para terminar con la vil coartada de “la neutralidad de valores” y otras hipocresías. Por último, no faltan tampoco los que piensan de acuerdo a los cánones de la inteligencia artificial. Para ellos, comunista o no, Xi, corresponde con la imagen del empresario exitoso de la era global. Son los mismos que ven a las naciones como grandes empresas y a los gobernantes como eximios gerentes.

Mirando desde este desolador panorama no podemos exigir a los candidatos venezolanos pensamientos que no ha producido nadie. No obstante, no es tarde para advertir sobre el abismo que se cierne sobre el país de Maduro. Venezuela está a punto de convertirse en una base de operaciones al servicio de un núcleo de poderes autocráticos, dictatoriales y totalitarios. Ya lo es, me dirá algún tuitero. Sí, responderé. Pero todavía no lo es oficialmente.

Lo cierto es que en las elecciones venezolanas del 2024 es mucho lo que está en juego en estos tiempos de guerra. Quien vote por Maduro, votará, aunque no lo sepa, por Xi, Putin, y los ayatolah. Puede que saberlo no aumente el caudal de votos, pero entre no conocer la realidad o desconocerla, siempre será mejor conocerla.

Ojalá los venezolanos, sus políticos, sus intelectuales honestos (también los hay), y no por último, sus ciudadanos, se den cuenta hacia que lugar oscuro del mundo los está llevando Maduro. Ojalá logren unirse en torno a una persona, sea quien sea y, si no triunfan, logren al menos recrear una oposición que solidarice con las víctimas de otras dictaduras, pero  también con esos millones de venezolanos que vagan por el mundo en busca de un destino arrebatado. Cada país tiene sus propios ucranianos.

Comenzamos este artículo refiriéndonos a la primera dama iraní, en su visita a Venezuela. La verdad, las palabras pronunciadas por Cilia Flores tuvieron el poder de un alerta. Decir que la esposa de un gobernante femicida es representante de los derechos de las mujeres es una horrorosa mentira. Sin embargo, en Irán esa mentira es una verdad oficial. Esa representación escandalosa auspiciada por la “primera combatiente” es el pan de cada día en la televisión de Irán. Es también la norma en los países autocráticos. Al fin siguen el ejemplo señero de Putin. ¿No llama Putin a una guerra, operación especial? ¿No llama a la revolución democrática y pro-europea de Maidán, golpe fascista? ¿No llama a los genocidios que a diario comete en Ucrania des-nazificación? ¿No dice a su gente que los territorios ocupados, son territorios liberados?

El nuevo orden mundial, ese mismo que auspician Xi y Putin, los ayatolás y Maduro, puede ser mañana la nueva normalidad. Tenía razón Hannah Arendt en sus Cuatro lecciones sobre el mal: cada ser humano vive entre la verdad y la mentira. Cada uno puede y debe elegir la una o la otra. Cada uno puede convertir a las verdades en mentiras y a las mentiras en verdades. A estas últimas las llamaremos, post-mentiras. El autocratismo, sea mundial o local, es la institucionalización de la posmentira.

Artículo publicado en el blog Polis: Política y Cultura de Fernando Mires


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