Por su marejada de ineficiencia, corrupción, mal gusto, chabacanería y estupidez, Maduro es la enfermedad de Venezuela.

Preocupa cómo la intolerancia y la violencia irracional, utilizados por el régimen como instrumentos de acción política, están gravitando en el clima político del país. No hay día en que los medios de comunicación no reporten situaciones de esa naturaleza que se suceden en contra de los disidentes. Cuando se aproxima la fecha para las elecciones parlamentarias, el dictador anuncia que, supuestamente compelido por el covid 19, no ve probable que se realice tal evento electoral; igualmente extiende la vigencia del decreto que declara la emergencia nacional y amplía el control social de la población venezolana. Ello evita que el factor decisivo de la evolución social y política de los sectores populares anónimos, trabajadores,campesinos,desempleados,soldados, estudiantes,colectivos de toda índole cuya irrupción en la historia es la garantía para la construcción de la sociedad futura y el trazado de la frontera con el país de antaño. Es decir, libertad, individualismo, propiedad privada, mercado libre, derechos humanos, convivencia y paz. Por el contrario, el régimen impone la abolición de la libertad, de la propiedad privada, del respeto de los contratos, de la independencia de la justicia; el resultado: la ineficiencia productiva, la corrupción y el despotismo. Repartir la pobreza no trae riqueza a nadie y solo contribuye a universalizar la pobreza.

No obstante, se percibe una mayor polarización y tensión social cuyos rasgos fundamentales evidencian el endurecimiento del contenido del discurso político que acentúa las diferencias. La disposición de los grupos opositores a actuar con mayor decisión y audacia, compelidos por la actitud gubernamental de no dar espacios para el debate y el entendimiento respecto a la más importante decisión, que sobre el futuro del país y de cada uno de los ciudadanos deben adoptar los venezolanos; y las acciones violentas e ilegales  de los grupos de apoyo al gobierno, que son realizadas impunemente con la complicidad de las autoridades y exacerbadas por la dirigencia “chavomadurista”.

Los tiempos que se avecinan estarán signados por la violencia, la intransigencia y la confrontación. En efecto, el aprovechamiento del comportamiento irracional de las masas  fundamentado en un discurso de exclusión y odio, es una de las estrategias que ha venido siendo utilizada por el régimen para tratar de amedrentar y acorralar a los grupos opositores. Igualmente, la violencia institucional del gobierno al pretender el cierre deliberado de las instancias a las que se podría acudir  en demanda de justicia y control a tales exabruptos. A pesar de los llamados pacifistas de la dirigencia opositora, la violencia que podría desatarse en el seno de los desafectos al gobierno sería un acto de legítima defensa ante el arrinconamiento y las acciones políticas de provocación de las que son objeto.

La sociedad no puede  permitir que sean la violencia, la confrontación y la subversión social la única salida política que le queda a la oposición frente a las  inaceptables pretensiones del régimen de conculcar los derechos básicos a la vida, la libertad y la dignidad. No se debe tolerar que el gobierno acose a la oposición, por pretender cambiar democráticamente el estado de cosas que vive el país y por tener la profunda convicción que al régimen  hay que cambiarlo por el bien de la República.

Es evidente que el relato oficial tiene potencia y carece de límites. No le interesa cómo van las cosas en la realidad concreta; todo vale, también las contradicciones, también las mentiras, para imponer un relato hipnotizador. Aunque es absurdo, machaca sobre los rasgos paradisíacos de su «modelo». Estamos mejor que nunca -grita-, basta con ver lo que pasa en otras partes. Además, la culpa de nuestras «pequeñas» dificultades las tiene siempre otro. No es difícil encontrarlo. Y si no se lo encuentra, se lo inventa. El procedimiento es sencillo y tiene larga historia. También tiene historia la posibilidad de alienar el entendimiento de la mayoría con una buena maquinaria propagandística, por eso se anhela poner un cierre relámpago a toda expresión disidente. A los viejos enemigos se los recicla y añaden otros. No olvidemos  que “el que se fue” a poco de iniciar su gobierno, martilló la táctica de esparcir el miedo con ataques en rápida sucesión a los bancos, la Iglesia, las Fuerzas Armadas, el liberalismo, las corporaciones multinacionales, el campo, la prensa, los débiles opositores, viejos aliados convertidos en «padrinos», empresarios con nombre propio, etcétera. Resultó eficiente para el aumento de su poder unipersonal, porque el vértigo de enemigos no daba tiempo para reponerse de la sorpresa. Y esto fue seguido por el vértigo de los escándalos, ya que el de hoy difumina al de ayer. El envilecimiento del régimen se derrama como una lluvia de pus. Desde arriba se esparce el ejemplo de cómo se puede usar el poder para enriquecimientos ilícitos. Ya estamos acostumbrados a que los delitos sean impunes cuando los comete alguien vinculado al gobierno central o es socio de alguien atado a ese poder.

Perdió vigencia el mérito, la constancia, la decencia. Son virtudes arcaicas e ineficaces. Ahora lo que importa es la viveza. Sí, ha resucitado la viveza  nacional. Pero no se trata de una viveza que antes se limitaba a travesuras, el humor picante o beneficios de poca monta. No; se trata de una viveza que destruye la República y compromete el destino del país.

Señores: observen que quienes integran el vasto sector intermedio o indeciso -ni fanático del oficialismo ni fanático de su colapso- están dejando de creer en el «relato» con el que se les quiere taponar el discernimiento. No los mueve el odio. Muchos se dan cuenta de que las reglas de juego han dejado de ser predecibles y esto desanima cualquier iniciativa política y la promoción y puesta en marcha de proyectos productivos. Un día se promete una cosa y al día siguiente se realiza otra. También perturba que el poder nacional haya quedado reducido a una sola persona.

Por más que los venezolanos del sector intermedio sean bombardeados con publicidad sobre los beneficios del «modelo», muchos ya admiten consternados que impera una crisis y una corrupción monstruosas, superiores a las de cualquier gobierno del pasado, incluso de las dictaduras. Les irrita que numerosos personajes estén contentos porque integran la legión de funcionarios pagados para gritar, aplaudir y arrodillarse.

Vuelvo a insistir. Este pueblo sufre un autoritarismo muy largo. Un autoritarismo con más arbitrariedades y persistencia inflacionaria que ninguno en nuestra historia; pero, lo que es más grave, la dictadura y sus acólitos no pueden ni saben manejar  los enormes retos y exigencias que le demandarán al país la situación global del poscovid-19. Los actuales gobernantes deben irse y cuánto mas pronto lo hagan será mejor para todos.


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