Está en progreso una campaña de opinión centrada en el mensaje de que el gobierno de Maduro ha traicionado el legado de Chávez. La intención es crear una matriz de opinión exculpatoria del líder fallecido y por rebote a sus principales colaboradores de  responsabilidad alguna en la crisis. Es Maduro el responsable por apartarse del ideario chavista y de su gobernanza. En otras palabras: con Chávez las cosas fueron  distintas, mejores, y continuarían siéndolo de estar al comando.

Tamaña falacia, gigantesco contrabando argumental no supera cualquier análisis más o menos serio.

Los portavoces de esa campaña son en su mayoría connotados exintegrantes de la nomenclatura roja con responsabilidades de gobierno a nivel ministerial en tiempos de Chávez, en los cuales se cometieron toda clase de desatinos en la gestión de gobierno; no me refiero a simples errores administrativos o de gestión (que abundaron), sino a decisiones estratégicas de consecuencias nefastas y perdurables. El personaje emblemático de la operación es Rafael Ramírez, quien en declaraciones aparecidas en el diario español ABC del domingo 28 de febrero de 2021 afirma sin rubor alguno: “Si Chávez estuviera vivo Maduro iría preso”. Por cierto, es insólito que ese señor ande tan campante por Europa a pesar del latrocinio cometido contra Pdvsa cuando la presidió.

No se trata de exculpar a Maduro de sus errores y responsabilidades por acción y omisión en la tragedia venezolana, sino de diagnosticar con objetividad lo ocurrido y sus responsables.

La crisis humanitaria compleja hunde sus raíces en el empeño de Chávez en imponer un proyecto político y sus consecuentes políticas públicas históricamente retrógradas y fracasadas, “de aquellos polvos vinieron estos lodos”.

Al delfín de Chávez le tocó bailar con la fea. La crisis  largamente incubada y pronosticada llegó. Se acabaron los reales para el populismo desenfrenado y las gratificaciones simbólicas perdieron su atractivo. El antaño  apoyo popular se fue licuando sin prisa y sin pausa. El resultado de las elecciones parlamentarias de 2015 evidenció la conversión del chavismo en sector minoritario, condición que no ha hecho más que profundizarse sin remisión posible.

La conservación del poder empezó a apalancarse más en el poder duro y la imposición que en la legitimidad fundada en la legalidad constitucional y el apoyo ciudadano. El chavismo pasó de ser hegemónico a  dominante. El sistema político pasó, en 2016, de ser una democracia con serios déficits en términos de apego a la legalidad constitucional a uno abiertamente dictatorial.

El gobierno de Maduro es la continuidad del régimen, una segunda fase del chavismo; basta con revisar los aspectos fundamentales de la gobernanza chavista para certificar el apego de este al proyecto chaviano y su concepción de la política y ejercicio del poder.

El chavismo no es un movimiento político democrático, desde sus inicios como gobierno se dedicó, desde adentro, a deconstruir la democracia mediante el cuestionamiento y la acción corrosiva contra las bases y fundamentos de la legalidad democrática: la separación y autonomía de los poderes del Estado mediante su colonización por parte del Poder Ejecutivo, el  Estado de Derecho, el pluralismo, la alternabilidad, las diversas libertades ciudadanas y sus diversos derechos… consagrados en la Constitución vigente. Todo un proceso de autoritarismo creciente que el gobierno de Maduro no ha hecho más que llevarlo a su destino natural y lógico: una dictadura con  vocación totalitaria porque ambos gobiernos comparten la obsesión por el control. “El poder absoluto e insuficiente”, como se refirió al castrismo Norberto Fuentes.

La visión patrimonialista del poder materializada en la corrupción política y administrativa. El fin justifica los medios. El ejercicio del poder sin control y el manejo discrecional de los recursos del Estado para construir poder, enriquecerse y la impunidad consecuente continúa.

El militarismo de Chávez –uno de los componentes distintivos de su concepción de la política– ha sido llevado por la administración Maduro a cotas mucho más altas y perjudiciales, entre otras cosas, porque ayuno de respaldo popular es su base de sustentación más importante.

En el terreno de la política internacional hay continuidad ascendente  en  las alianzas (todas ellas demostradamente perjudiciales para nuestros intereses nacionales)  construidas por Chávez con  dictaduras de viejo y nuevo formato, con gobiernos autoritarios francamente antidemocráticos. Política traducida en la pérdida de soberanía del Estado venezolano por la injerencia indebida de esos Estados en los asuntos internos de Venezuela.

Chávez declaró al propio comienzo de su gobierno que la economía estaba al servicio de la política y eso fue precisamente lo que hizo con las nefastas consecuencias conocidas. Maduro, a pesar de recibir como legado un modelo económico agotado y necesitado de un cambio sustancial, persistió en el modelo fracasado. Ahora está en ejecución, por imperativos de la crisis, un cierto viraje en aspectos de la economía bajo el paraguas del adefesio jurídico de origen y propósito mentado Ley Antibloqueo, todo un paradigma de la discrecionalidad y opacidad gubernamental propia de las dictaduras. No es el viraje aconsejado por las circunstancias y necesidades del país para superar la economía de subsistencia en la cual está inmerso sino motivado por la urgencia de conseguir recursos para aceitar la maquinaria de control sociopolítico, surfear una crisis potencialmente destructiva de la gobernabilidad. El recorrido y magnitud de ese cambio es todavía incierto. En esto también hay continuidad. Se aplica el mismo criterio de Chávez de supeditar la economía a las necesidades del continuismo.

Finalmente, el Estado comunal: la emblemática, vieja y estrafalaria propuesta negada por el pueblo en referéndum vuelve por sus fueros. Algo más chavista imposible.

Lo anteriormente glosado no agota las similitudes entre ambos gobiernos, pero es suficiente para demostrar la consecuencia del gobierno Maduro con el proyecto chavista de dominación.


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