Foto FEDERICO PARRA/AFP/Getty Images

Tengo amigos que han llegado a Maracaibo desde Caracas y vienen sorprendidos. Caracas es una especie de Dubái, me han dicho.

Les confieso que me aterró esa expresión entusiasta de gente que uno considera inteligente pero que se han dejado seducir por las tiendas de superlujo, las camionetas y carros de alta gama que adornan los estacionamientos de los restaurantes de Las Mercedes, los bodegones exclusivos con delicateses de todo tipo, grandes fiestas y la apertura de casinos con la presencia de grandes apostadores, por ejemplo, en el hotel Humboldt.

Por supuesto, estos negocios son regentados por gente que ha sido bautizada como “enchufados”, que logrando vincularse con el poder y toda la estructura del Estado han acumulado por esa vía bastarda grandes fortunas.

Dos países, el de una mayoría que vive en medio de calamidades y el de una minoría que disfruta de los recursos que ella ha enajenado. Y por encima de ambos la figura de un dictador. Y la pregunta es cómo tratar al dictador, cómo abordarlo, cómo enfrentarlo.

La imagen que yo tengo de Maduro es la de un tipo que baila sin gracia, sin ritmo, y que de la misma manera son sus alocuciones, que dejan traslucir a un personaje simplón, con pocas luces, pero que sin embargo ha mantenido el control del país.

Y esto me hace pensar que Maduro no es tanto un problema, si lo fuera ya lo hubiésemos resuelto. ¿Cómo? Tratándolo como un Trujillo, un Stroessner o un Somoza (me refiero a esos dictadores que pueden definirse como dictadores tradicionales latinoamericanos para diferenciarlos de dictadores como por ejemplo Pinochet, que era igualmente sanguinario y latinoamericano, pero que formaba parte, podríamos decir, de lo que llamaríamos dictaduras modernas).

Pero Maduro no es lo uno, dictador tradicional, ni lo otro, un dictador moderno. Pero es un dictador, lo es dentro de una dinámica de poder distinta que no es inédita, pues, ya el mundo la vive, en el caso particular de la Rusia de Putin.

Así que Maduro más que nuestro problema es nuestra cuestión y como tal amerita una forma política distinta de enfrentarlo.

Hasta ahora al ser diagnosticado el chavismo y en particular Maduro como problema ha sido enfrentado de manera clásica, a través de: paros, huelgas, tentativas de golpe de Estado, marchas, elecciones, abstenciones y manifestaciones tanto pacíficas como violentas, entre las primeras se han ensayado  bailantas, juego de fútbol y futbolito, marchas que nunca terminan de llegar para evitar el choque con grupos chavistas y de esta manera evitar enfrentamientos violentos, elecciones, etc.

Entre las segundas destacan, entre otras, la llamada “La Salida”.

Pero todo ha fallado. De verdad se ha intentado todo, es decir, que los venezolanos hemos hecho mucho, aunque se ha sembrado la idea de que la oposición y los venezolanos como comunidad no han hecho nada.

Como dice Ana teresa Torres, cuya entrevista en Prodavinci ha sido la materia prima para esta nota, Maduro no es una persona, no es un fulanito, es el representante –que no quiere decir la cabeza– de una corporación que no solo maneja el poder político, es el representante formal y visible de un poder casi invisible formado por grupos irregulares (algunos los llaman criminales) que han colonizado el Estado y que se asociaron a las estructuras de poder.

Así que un poder de esta naturaleza no puede ser enfrentado con la visión que hasta ahora ha tenido la oposición. No es fácil, se requiere una nueva antropología política del país que retome las calles, las plazas, las veredas, las universidades, las empresas, los sindicatos, recupere los partidos políticos y sus símbolos que han sido expropiados, los hogares como ámbito de discusión de nuestro destino. Es decir, que no haya especio que no sea incorporado a una nueva gramática política cuyo objetivo sea la desestructuración de la corporación devenida en Estado que hoy nos gobierna.  


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