Transcurren los días y en el país, además de crecer indeteniblemente la curva de contagios del Covid-19, aumentan el acoso y el cerco gubernamental contra la disidencia.

La satrapía gobernante se empecina en cerrar caminos para ejercer la oposición de manera civilizada y pacífica. Cualquier protesta por la reivindicación de alguna necesidad ciudadana es considerada como un crimen político. La crítica y el derecho a disentir se conculcan de forma sistemática. Quienes disentimos somos considerados por el régimen como elementos antisociales que deben ser suprimidos para facilitar la definitiva entronización de un orden mesiánico. De esta manera estamos llegando a la completa destrucción de la sociedad venezolana en los momentos en que es necesario proclamar con mayor fuerza el sentido de identidad nacional frente a las exigencias de un mundo moderno globalizado y la irrenunciable responsabilidad de superar los problemas de un país inmerso en un caos institucional, en una crisis económico-social y sometido a una  pandemia cuya duración y profundidad son impredecibles y que peligrosamente  comprometen el presente y las posibilidades de crecimiento hacia el futuro.

Las irracionales y perversas acciones del régimen indican que, como sociedad, nos quiere sumisos y excluidos. Convertirnos en una muchedumbre con una existencia de precariedades, desocupada y hambrienta a merced de los embates de las enfermedades y a la ley del más fuerte Esta inconveniente manera de concebir nuestra participación en la sociedad, por parte del gobierno, se orienta a  descalificar el sentido de nuestras actitudes como individuos racionales. Ello determina un giro de perspectiva, a un forzado eclipse de la ética de la responsabilidad con nosotros mismos y con la obligación  de trazar firmemente la frontera entre nuestras convicciones y lo que se pretende imponernos; ello nos refuerza la necesidad de reivindicar nuestro derecho a la movilización política para participar en la evolución de la vida de la República. Ese sentimiento profundamente arraigado en cada uno de los individuos que convivimos en esta sociedad no puede ser negado ni escarnecido por los detentores de una visión totalitaria, militarizada e íntimamente vinculada a un populismo de corte fascista. Aumenta, entonces, la distancia entre el Estado y una importante parte de la sociedad y toma fuerza la necesidad de la movilización y la perentoria búsqueda de soluciones a las enormes falencias a que nos somete el autoritarismo gobernante. Nadie está dispuesto a admitir pasivamente que una voluntad política ilegítima, espuria y que pretende ser única, sustituya la pluralidad de opiniones e intereses y mucho menos que se adueñe, sin la solvencia y el apoyo político para ello, la conducción unilateral de la suerte futura del país. El gobierno no quiere, no puede ni tampoco tiene la capacidad para resolver, por sí mismo, la severa crisis político-social y sanitaria que nos sacude y que constituye el legado de tantos años de desidia, improvisación y aplicación de erradas políticas públicas. El régimen está obligado, aunque no lo quiera, a reconocer y aceptar la realidad que en la Venezuela de hoy la mayoría de los ciudadanos reclaman su justo derecho a que sus necesidades y carencias sean satisfechas a plenitud y que el régimen proceda a resolver los serios problemas que nos aquejan y tratar de resguardar al país de males mayores que se incuban aceleradamente.

Deben quedar atrás y en los anaqueles del pasado los tiempos en que el poder absoluto del gobierno impedía la acción de los actores sociales y nos trataba de reducir a la condición de multitud dócil a las flagrantes mentiras políticas y a la voluntad y órdenes de un jefe, ilegal, intolerante, dogmático, corrupto y proclive a la brutalidad represiva.


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