Beatriz Gasca

No quisiera pronunciarme sobre los méritos de la causa de las mujeres que han tomado, desde hace más de un mes, un local de la Comisión Nacional de Derechos Humanos en el centro de la capital. A priori, me generan simpatía, y la presidenta de la CNDH me provoca, al contrario, una profunda antipatía. Tampoco se me antoja definirme sobre el método de lucha. La ocupación de un recinto público, dedicado a las mejores causas, no es necesariamente la vía idónea para lograr ciertos resultados.

Pero seamos claros: las mujeres ocupantes no pregonan un levantamiento en armas contra el gobierno, ni alguna otra meta inaceptable. La ocupación de locales constituye un instrumento de lucha desde tiempos inmemoriales, y en particular desde los movimientos estudiantiles de 1968 en París, en las universidades de Columbia y Berkeley en Estados Unidos, y en… México. Un movimiento importante de protesta en el mundo entero surgió hace un decenio con la consigna de “Occupy Wall Street”. Algunos auditorios de Ciudad Universitaria se encuentran ocupados desde hace veinte años. Ni cinco presidentes de tres partidos, ni tres rectores de diferentes inclinaciones ideológicas, han hecho nada para “desocuparlos”.

Por ello no puedo más que calificar de macartismo lo que ha hecho la jefa de gobierno el lunes en la tarde.  Al “echar de cabeza” (“outing”, en lenguaje más moderno) a una mujer que por las razones que sean, optó por apoyar a las ocupantes con víveres, tal vez con dinero, todo ello abierta y públicamente, incurrió en algo que ella conoce, reprueba y reproduce.

Como saben los lectores, el macartismo surgió en 1950 en Estados Unidos de boca del senador Joseph McCarthy de Wisconsin, en plena guerra fría entre ese país y la Unión Soviética. El anticomunismo feroz del gobierno de Truman y de los republicanos en el Congreso surgió desde antes –J. Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, fue víctima desde finales de los años cuarenta- y McCarthy fue humillado y censurado por el Senado a partir de 1954. Pero perduró su adjetivo: se refiere a todos los intentos de la autoridad por descalificar a alguien en público con motivo de una actuación política, basándose en informaciones anónimas o confidenciales.

Eso hizo la jefa de gobierno con Beatriz Gasca, directora de GINGroup hasta el día de ayer. La acusó en público, desde la tribuna de la autoridad, de algo que no tiene nada de malo (como ser comunista en los años cincuenta en Estados Unidos tampoco lo tenía). Insinuó causas oscuras (como McCarthy), la asoció con la empresa donde trabajaba y a esta con  el gobierno de Peña Nieto. Se trata de un clásico ejemplo de “guilt by association” (culpa por asociación), al igual que McCarthy. Gasca es “culpable” porque apoyó un movimiento por razones inconfesables. Además, laboraba en una empresa “vinculada” con evasión fiscal, por “ser” facturera. Peor tantito, en esa empresa trabajan como directivos altos funcionarios de la administración de Peña Nieto, como mi amigo Javier Treviño, que también asesora al Consejo Coordinador Empresarial. Se cierra el círculo.

Ciro Gómez Leyva presentó el lunes en la noche un video mostrando a Beatriz Gasca abiertamente, sin tapabocas por cierto, apoyando a las “ocupantes”. Tenía todo el derecho de hacerlo. La jefa de gobierno denunció que les llevaba víveres en un “auto de lujo”, que también figura en el video de Ciro. Entonces, apoyar a un movimiento que recurre a actos cuestionables, pero no violentos, en público, teniendo un auto caro, trabajando en una empresa de “outsourcing”, dirigida por exfuncionarios de Peña, se vuelve un acto digno de ser denunciado en público, con nombre y apellido, y con consecuencias previsibles (el despido) por la máxima autoridad de una de las ciudades más grandes del mundo. En castellano, y en casi todos los idiomas del mundo, eso se llama macartismo. Como dijo Belanzuarán en Twitter: “Shame”.

 


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