El hombre con sombrero de hongo (1964), por Rene Magritte

Para Ludwig, in memoriam

La primera vez que fue a merendar a mi casa y se presentó, mi Mamá preguntó un par de veces después cómo es que era su nombre y le dijo, luego de las repeticiones, que ese nombre le era muy difícil de pronunciar y que, en consecuencia, ella le llamaría Lupi-Lupi. Cosa que a él le encantó y le hizo mucha gracia y que así se quedó en los labios de mi madre que repite su nombre en mi corazón hasta el sol de hoy.

Hubo tiempos en los que se guardaba luto durante varias noches seguidas mientras se rezaban los novenarios. Meses y meses después continuaba ese duelo, a veces hasta años, más de nueve. Al paso de los años, hasta la tristeza se ha ido simplificando, hasta el luto se ha ido reduciendo. Antes, las gentes se cerraban de negro durante varios días, meses, largos años. La pena se manifestaba en vestidos negros para las mujeres, en una corbata negra para los varones y, poco a poco, la reducción llevó al luto a expresarse con una cinta negra alrededor del brazo, hasta llegar a un punto negro hecho de tela de raso que se prendía de la solapa… Este texto es también una expresión de luto, de duelo. Una nota luctuosa que forma parte de un ritual imprescindible, aun y cuando ya no haya tiempo para el dolor, según han dicho los publicistas de una propaganda temible de calmantes en pastilla que rueda por los grandes medios de por aquí.

Se cuenta sobre unos soñadores y unas soñadoras de un teatro rodante a quienes les fue dado viajar por las provincias a echar cuentos, a buscar cuentos y a encontrar a quienes también los contaban. Preferían los soñadores encontrar a quienes los inventaban y a quienes, de tanto fabular, se habían convertido en personajes de sus propias historias.

Se cuenta que los soñadores eran capaces de cantar hasta que la voz tomaba cuerpo para bailar con ella hasta las madrugadas. Cuentan también que eran capaces de dibujar al mundo de memoria en una servilleta y de pintar circos imposibles sobre la mesa de alguna bodega antigua de Los Andes para luego salir volando por los aires agarrados de la carpa del propio circo. En su travesía, alcanzaron a concebir al circo más invisible del mundo, mientras tomaban un miche callejonero junto a un momoy que viajó un buen trecho con ellos.

Así, así, así, fueron a dar hasta más allá de las montañas azules donde habitan los cuentos maravillosos y fueron capaces de encontrar hadas magníficas preparadas hasta para adivinar las intuiciones del otro y acariciar a distancia; flautas mágicas que se sabían las melodías más oportunas; frondosas migas de pan aptas para revertirse en granos de trigo; casas de chocolate y galleta donde guarecerse de la desolación; lirios y azucenas, enormes y exuberantes, que embriagaban con su fragancia y le hacían ver cosas; hermosas mujeronas que desearon acompañarles, entre otros buenos deseos; animales fantásticos, encantados, que habían sido buenas personas en otras vidas pasadas; magos de feria, pero sin chisteras, ni conejos blancos; pícaros de oficio y otros cuenteros por afición. Nunca faltaron saltimbanquis ni trovadores, músicos cumplidores, cantantes afinadas y enanos de fantasía.

Con toda esa familia nueva se dedicaron a hacer funciones que desestabilizaban felizmente a las y los espectadores secos y ocasionales que salían abrazados de las funciones, más contentos que unos papelillos, empapados y cantando de memoria todas las canciones que habían escuchado durante la función. La gente salía feliz de allí, de aquel acto de liberación, comentando la función, diciendo que habían visto elefantes enormes y jirafas gigantes, avestruces de colores y llamas flameantes, así como una mujer hermosa que había recibido cuchillos en su cuerpo y a quien no se le salía ni el agua que tomaba después. Un señor que flotaba sobre sus dolores a medida que se iba elevando y el suelo se llenaba de sus malestares e impurezas. Unas palabras que iban haciendo corpóreo todo lo que nombraban. Una carpa completa que levitaba con artistas y público adentro cada vez que presentaba alguna nueva función. Por supuesto, al salir de allí, todo el mundo salía volando y soñando por sobre el mal que envolvía a los territorios. Había madres que aseguraban que sus hijos no olvidaron nunca lo que escucharon allí y que, en consecuencia, muchos se dedicaron a las artes una vez que se hicieron adultos. Señores que juraron que sus hijos e hijas se habían vuelto bailarines y bailarinas luego de haber visto a las a las más hermosas y etéreas hembronas que danzaban en la pista de aquel circo.

Cuentan que este circo no era más que un enorme espejo capaz de enderezar los entuertos que venían de afuera. Lo que del otro lado eran feos garabatos y torceduras, en la escena se transformaban en palabras amables y en hermosas formas salidas del alma. Porque es que, en realidad, el circo más invisible del mundo era el que ocurría a diario desde una feúra incalculable que habían provocado unos trúhanes de turno en la gobernanza de aquel lugar paradisíaco que habían puesto marchito y donde todo el mundo cargaba en consecuencia al menos con una tristeza enorme.

En fin, todo el mundo que lo vio, lo recordó siempre. Recordó siempre que todo aquello no eran más que el arte de unos saltimbanquis encantadores; que uno cosa era su magia y otra muy distinta la maloliente perversión que habían provocado en ese paraíso de ensueño aquellos gobernantes dragones de Komodo con sus peligrosas lenguas, con la terrible saliva de sus fauces que fue la misma que los envenenó y les provocó la muerte inmediata a todos los rufianes.

A esas alturas del viaje todo el mundo sabía ya lo que se había aprendido con todo el cuerpo: que luego de cruzar aquel umbral del teatro, la vida era otra y la misma; que después de las seis de la tarde que marcaba el reloj del otro lado de la vida, adentro seguía otra vida donde el silencio podía ser profundo y sólo se escuchaban los corazones y los pasos dados sobre la madera, el maravilloso sonido de los cuerpos como azogue y las resonancias del temblor de todas las emociones convocadas para levantar y animar a aquella carpa que levitaba y generaba visiones: unos héroes griegos, un enfermo imaginario, un médico milagroso, un corifeo con voz de trueno, un padre ejemplar, unos dramaturgos exaltados, unas mujeres espléndidas o a unos vagabundos que esperan a alguien que nunca llega en el fin del mundo y a un muchacho que se fue; una Ofelia enamorada y plena de flores bajando por la corriente serena de un río de lágrimas que fue ensanchándose con el tiempo cuando empezaron a marcharse las mujeres y los hombres que iban oscuros bajo la solitaria noche por la sombra buscando hacer la mejor horma de cuatro puntos o, felizmente, en el cielo del horizonte, flotando en el firmamento: la puerta, el sueño, el circo y el sombrero…

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