¿Qué tal si digo que para mí dos figuras representan de lo más destacado de nuestra cultura en el siglo pasado? Que no son las más obviamente consensuales, pero así lo creo: Luis Castro y Antonio Pasquali, en el ámbito del pensamiento humanístico. Dejo la literatura y sus teóricos para otras plumas más diestras, que se ocupen de Guillermo Sucre, Gallegos, Cadenas o Montejo, verbigracia.

Hablaré del primero, no haré tema de su despiadada muerte en temprana y fecunda hora. El currículo me lo salto, igualmente, basta decir que pasa por algunas de las universidades más distinguidas del planeta. Y me limitaré a un par de anécdotas.

Eludo también su personalidad polisémica que hasta el humor espontáneo y el rugby cultivó. Y, sobre todo, en estos ya largos años de letargo de la mayoría de los “intelectuales”, mirones mudos de la destrucción in misericorde del país, su pluma batalladora que en la truncada oportunidad que tuvo, nunca cesó en combatir estos zamuros rapaces y fétidos que todavía, no es de creer pana, nos aplastan; ahora que tu hijo Juan Cristóbal es ya un rotundo académico y Carol, tu mujer, acaba de presidir la Academia de la Historia.

Una vez, apenas lo conocía personalmente, en una reunión social, le dije a Germán Carrera Damas, ícono de los historiadores locales, a quien suponía arrogante, que habían salido más o menos al unísono, una edición de su libro El culto a Bolívar y el de Luis De la patria boba a la teología bolivariana, de temas similares. Me contestó que su libro era simplemente una crónica de los abusos del uso de Bolívar en la historia, pero que él no tenía ni la cultura ni la inteligencia de Luis para escribir ese otro libro capital. Ese que no se parece, realmente, a ningún otro, y es una especie de inversión de todas las interpretaciones de Bolívar, el de todas las plazas y estatuas, de  su tiempo y el presente, hechas hasta el momento. De alguna manera Bolívar es nuestro gran mal histórico. Es el personalismo, el moralismo, el voluntarismo, la antiinstitucionalidad, la república dejada a la aventura y el gesto. Cierto, es una blasfemia. Manuel Caballero, que lo reverenciaba, decía que Luis era el mayor antibolivariano que había existido. Pero abrió una puerta enorme para pensarnos y repensarnos. Acaso la mayor que hemos abierto para explicarnos.

En principio Luis era un filósofo, doctor en París y Cambridge. Por la filosofía llegó a un método de interpretación histórica y se fajó con la historia nacional, la revolcó en grande. El resto de los novísimos y muchas veces brillantes filósofos nacionales se dedicaron a aprender filosofía, vale decir, por qué Kant dice esto por aquí y lo otro por allá. O, santos cielos, a decir locuras  criollistas. Él encontró el camino de Damasco que todos buscábamos, hacer filosofía sobre nosotros mismos. Esa síntesis la hizo y nos desafía.

Yo presenté el libro y escribí en el momento que si bien era un texto extraordinario era en el fondo anacrónico porque Venezuela era otra, la neoliberal de Pérez 2, y que Bolívar, que él veía tan omnipresente, había quedado para la escuela primaria y los cuarteles, lo que contaban era los negocios, el billete. No me contestó. Pero cuando Chávez dio su golpe artero, me llamó para preguntarme si había oído cómo se llamaban los golpistas. Yo le contesté que sí y que estaba dispuesto a hacer un mea culpa donde y cuando él dispusiera.

Ha pasado tanto tiempo, amigo. Tú, tan zanahoria, te fuiste en primavera. Yo, vicioso, en este largo invierno  en que hace tanto frío y tanta desesperanza. No olvido nuestra última conversación, Chávez comenzaba su crimen y tú te ibas a tu cátedra en Chicago, y fuiste tan pesimista: del mundo que ayudamos a construir y  amamos no quedará nada, me dijiste; y yo traté de pararte… tampoco es para tanto. Y, fíjate, otra vez, tenías razón.

 


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