Llegaban desde los benditos sembradíos para traer el fruto a la vida cotidiana. Duaca estaba repartido entre el pueblo con sus comercios, y la fertilidad de su magnífico valle generador de riquezas gracias al empuje de su gente laboriosa.

El transporte de los rubros nos llegaba en los lomos de los burros, sacrificados animales, con el paso cansino por las veredas, que abrieron los picos como la suave herida por donde brotaba la prosperidad. No eran pocas aquellas caravanas zigzagueando los espejos del agua, el lodo que hacía más difícil las pesadas cargas para los asnos, que atravesaban aquello como febril episodio de sus destinos.

Desde Quebrada de Oro venía el café en sacos firmemente amarrados, los cambures de esos sectores entre verde y pintón para que los comerciantes pudieran colocarlos en sus pulperías. Era la Duaca de 1956 cuando ya el ferrocarril Bolívar era la reciente anécdota. El armatoste de hierro había cesado en sus funciones dos años antes, eso trajo como consecuencia el  replantearse toda la economía en torno al mercado interno.

La otrora bonanza era sencillamente cosa del pasado, historias que contaban los abuelos, de patios llenos de productos, que cubrían mercados más allá de nuestras fronteras. Ahora la vida significaba no perecer como los rieles que dejaron de soportar aquella obesa máquina desahuciada por la modernidad. Los que no renunciaban a su rol eran los fieles escuderos de los caminos.

Los arrieros cargaban equipos de ocho burros. Uno guiaba con un campesino que con vara en mano le recordaba que no había tiempo para flojear. En fila india por los desfiladeros seguían peregrinando los jumentos.

Campanero

Un burro con una campana al cuello servía de guía. Una distinción que se ganó con años de viaje. Fue un pollino que acompañó hasta que fue adquiriendo destrezas que lo llevaron de la cola del grupo a encabezarla. Pausadamente iban atragantándose de matorrales, que cubrían las entradas de los bosques. Los campesinos apuraban un trago de agua para descansar. Papelón con catalinas mientras los burros masticaban amargosos y crucetos tiernos. Subir la empinada montaña para observar a la perla. El pesebre estaba allí bordeado de bosques, ínclitos ciudadanos de sombreros y solapa estarían en la plaza.

Las cargas iban desde Cacho e Venao hasta la calle de comercio. Algún estribillo que se confundía con el viento. Los pasos los fueron aproximando hasta Duaca, las campanas anuncian un nuevo instante. Los burros no saben de horas, avanzan con lentitud, el quebradizo camino de Los Caracoles sirve en plato humedecido al barrial de agua negra. Cantan los pájaros en los semerucos. Las paraulatas llaneras exhiben su pecho amarillo con alas negras, todo lo ilumina en un paraíso precioso del verdor.

El próximo cerro es un repecho escarpado lleno de roscas puntiagudas que incomodan a los burros. Zona llena de mapanares y escorpiones; se hace un letargo alcanzar la cima. Después de quebrar dificultades, vencer entuertos, llega la desaceleración propia de la bajada como un envión hasta los pies del valle. Se aflojan in poco las cargas, la primera entrega está a la vista de ellos.


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