La saludable decisión de la Suprema Corte -que yo no esperaba; pensé que el gobierno lograría los cuatro votos necesarios- sobre la ubicación institucional de la Guardia Nacional constituye una derrota importante para López Obrador. Quizás la más importante de su sexenio, no tanto por las implicaciones concretas del fallo de la Corte, sino por el simbolismo que encierra.

Para la 4T, la primacía de las fuerzas armadas, y en particular del ejército, es un asunto de vida o muerte.  Nada -ni los abusos constantes de la tropa, los excesos y la frivolidad del secretario de la Defensa, la corrupción y la depredación en los proyectos encargados a los militares, o su fracaso en la lucha contra el crimen organizado- ha llevado a López Obrador a recular en su decisión de entregarle grandes gajos de poder al sector militar. No critica a las fuerzas armadas, no las acota, no les retira su confianza infinita.

Pero la batalla de la Corte -que se ganó, sin duda, pero que en el fondo no altera el status quo– ha puesto de relieve algo más importante. López Obrador hubiera podido declarar que perdió, justamente, una batalla, pero que el próximo gobierno, si gana Morena, volverá a luchar y ganar la guerra. No: anunció que peleará literalmente hasta el último día de su mandato -el 30 de septiembre de 2024- para asegurar que la GN siga, de facto y de jure, en la Sedena.

Ciertamente, sabemos que sus anuncios no valen gran cosa. Poco de lo que ha prometido, advertido o pronosticado, ha sucedido, desde la venta del avión presidencial hasta el fin de la corrupción. Lo que cuenta, sin embargo, es la intención. Quisiera detenerme en ello un momento, para reiterar una tesis que no comparten la mayoría de mis colegas en la comentocracia, ni tampoco buena parte de la clase política.

El consenso de ambos estamentos parece dirigirse a que, si Morena triunfa en las elecciones del año entrante, una vez que se coloque la banda quien se siente en la silla, rápida o paulatinamente, se deslindará de su predecesor, tanto en las formas como en la sustancia, y sobre todo en el mando político. Así ha sido siempre, desde 1936 cuando Cárdenas borró a Calles del mapa político, y así será de nuevo, ya que esos son los usos y costumbres de la política mexicana.

No lo creo. Baso mi opinión iconoclasta en dos tesis concluyentes. Así sucedió en el pasado, con todos los expresidentes, de una forma u otra, por las buenas (Ávila Camacho con Cárdenas, Alemán con Ávila Camacho, López Mateos con Ruíz Cortines, Díaz Ordaz con López Mateos -por enfermedad-, Salinas con De la Madrid) o por las malas (Ruíz Cortines con Alemán, Echeverría con Díaz Ordaz, López Portillo con Echeverría, De la Madrid con López Portillo, Zedillo con Salinas), por una razón. Todos estos mandatarios llegaron a la presidencia únicamente gracias al dedo del predecesor. Fox, Calderón y Peña Nieto no, pero ninguno de ellos obtuvo ni un mandato electoral relevante (Fox, el que más, con 43%), ni gracias a fuerza social alguna. Recuerdo cuando el 2 de julio del año 2000 acudí a la celebración del triunfo de Fox en el Ángel, Alan Riding, observador perspicaz de la realidad mexicana si lo hay, se sorprendió del reducido número de asistentes.

Y huelga decir, en segundo lugar, que ninguno de los presidentes desde Cárdenas salió de Los Pinos (así era antes) dotado de fuerza social, política o electoral. Simplemente volvían a ser lo que fueron antes: personajes más o menos inteligentes, más o menos honestos, más o menos hábiles, carentes por completo de base social e incluso política, aunque en algunos casos, dicha carencia se haya visibilizado sólo con el tiempo (Alemán, Echeverría, Salinas).

El caso de Cárdenas es más complicado. Algunos podrían argumentar que, a pesar de su gran impopularidad en 1940 con el empresariado, la Iglesia, las clases medias y parte del establishment de Estados Unidos, conservó el afecto, incluso la devoción, de sectores campesinos (La Laguna), obreros (la CTM, el STPRM) e intelectuales. Concedámoslo, aunque la elección fraudulenta de 1940 pueda matizar ese juicio. Pero con esa posible excepción, sólo López Obrador ha llegado a la presidencia con fuerza social y política, y será el único en dejarla con esa misma fuerza, incrementada o mermada, según lo que suceda en estos 18 meses, pero innegable.

Pensar que no la va a ejercer, por magnánimo, estadista, respetuoso de las instituciones, o cualquier indiferencia ante su legado y su reputación, no es un error. Es una gran pendejada.


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