La historia de cómo surgieron los observatorios satelitales del movimiento de los tanqueros en aguas del planeta puede resultar fascinante a quien hurgue siquiera un poco en ella.

Es un cuento muy propio de lo que Fareed Zakaria ha llamado “mundo posamericano” y está hecho de periodistas de investigación de todas partes del mundo —insomne hermandad universal—, y de compañías navieras muy hechas a despistar a las agencias estadounidenses y europeas encargadas de la observancia de las sanciones económicas contra países y gobiernos tiránicos que la cosa nostra multilateral llama hoy forajidos cuando son matones pequeños y Rusia o China cuando son superpotencias nucleares.

El cuento es tributario de un relato muy largo y caudaloso, la prolongación en el siglo XXI de la guerra mundial por el recurso petrolero que comenzó en un manadero de brea de Titusville, Pensilvania, hacia 1859.

Los personajes, lugares y sucesos de esa historia de tanqueros y detectives satelitales  claman desde hace tiempo por un estanque de escritores de la talla de Eric Ambler, David Chase o Pérez-Reverte que den forma, no diré ya a una novelística, sino a toda una familia de series para plataforma de streaming. Con sagas escindibles en spinoffs, secuelas y precuelas. El capítulo de hoy trata de un  hombre de negocios ruso, el señor Sergei Basov,  y del Otoman, un tanquero categoría VLCC (Very Large Crude Carrier), es decir, un tanquero jumbo.

Un reportaje de Reuters dio cuenta de que en agosto de 2020 el Otoman fondeó ante una  terminal petrolera del oriente de Venezuela para cargar más de 1,8 millones de barriles de crudo pesado. En el reportaje no figura la bandera del buque, pero quizá no sea una omisión porque la virtud mayor del Otoman es ser, precisamente, un tanquero fantasma.  La única identificación que figura en el manifiesto aduanal en poder de Petróleos de Venezuela (Pdvsa) es un número corrientemente asignado por la Organización Marítima Internacional. De acuerdo con la base de datos de la OMI (organismo de Naciones Unidas que vela por la seguridad del comercio naviero) el número de que hablo corresponde a otro tanquero, el Rubyni.

El Rubyni fue botado al agua, muy probablemente desde un astillero israelí, hace casi veinticinco años. Hacia al final de su carrera, el Rubyni navegaba bajo bandera de Comoros.

Para irnos entendiendo, Comoros es un país insular del océano Índico, situado entre Madagascar y Mozambique. Hace ya unos años el Rubyni fue desguazado por completo en un astillero de Bangladesh muy utilizado para estos fines por armadores iraníes. El Rubyni  desapareció, pero alguien se apoderó del número de la IMO que ahora “identifica” al Otoman.

No sabría yo decirle dónde en el mundo estará el Otoman en este preciso momento, pero es más que probable que se dirija a alguna gigantesca refinería de la isla de Dayushan, en China. Forma parte de la treintena o más de tanqueros con identificación descaminadora fletados por compañías como la Wanneng Munay, una casa importadora cuya dirección, tal como figuraba en la base de datos de Pdvsa, es  Stremyanni pereúlok, #31/1, en Moscú.​ Una  humorada, sin duda, porque allí lo que funciona ¡es el Consulado General de España en la capital rusa!  A los del Consulado español no les hace esto ninguna gracia.

La Wanneng, al igual que otra media docena de fantasmas, aparece vinculada a un grupo sombrilla cuyo fundador y vicepresidente ejecutivo fue el señor Sergei Basov. Sergei solo era titular del 1% del paquete accionario, el resto era capital turco muy activo en el negocio de las controvertidas cajas de alimentos subsidiados por la dictadura de Maduro.  Una colega de Basov es venezolana y lleva nombre de villana de telenovela de Radio Caracas TV: Betsy Desirée.

Y eso debería bastarle al lector para echar a volar su imaginación de adicto a las series y sus giros de trama.

Tanker Trackers es uno de esos observatorios y entre sus muchos ojos tiene uno para el vaivén de los tanqueros que aún tocan en la sancionada Venezuela.


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