Foto Alfredo Cedeño

Un día a la hora del almuerzo mi esposa sacó, entre aspavientos y regocijo, un envase que me aseguró era lo último en la alimentación sana: sal del Himalaya. A mí me pareció que, en el mejor de los casos, era lo que mi abuela llamaba sal marina, o en granos. Pero, en aras de la armonía a la hora del yantar, me limité a escuchar y a probar en la ensalada que estábamos por comer; la verdad es que era una sal cualquiera. Pero, como bien han de suponer, lo de la sal del Himalaya me quedó dando vueltas. Y en adelante me dediqué, cada vez que iba a los supermercados, a revisar los anaqueles de los condimentos. La verdad que era asombrosa la multiplicidad de variantes, la pobre sal, la común y corriente, la de siempre, lucía presa de un auténtico bullying, se le veía amedrentada, acoquinada y achicopalada en medio de la inmensa variedad de sal del Himalaya.

Un día en el que me puse a divagar en torno al mentado mineral, empecé a preguntarme cosas. Lo primero en que caí en cuenta fue que la cadena de los montes Himalaya está regada por ocho países distintos: Pakistán, Nepal, India, Afganistán, China, Birmania, Bután y Tayikistán. Pero la pregunta que me hacía era: ¿Cuántas toneladas de sal se están produciendo en el Himalaya para tener un boom de ventas, que ni el petróleo?

Una de las primeras cosas que hice fue buscar en Google, y en 0,55 segundos me dio más de 5 millones de resultados sobre el condimento, resaltando, como era de esperar, los beneficios de su consumo, pues mientras la otra, la blanquita y silvestre de siempre, era cloruro de sodio y yodo añadido, esta traía sulfato de calcio, potasio, magnesio, hierro, manganeso, yodo, flúor, zinc, cromo, cobalto y cobre. Todo un bálsamo de las sales. Sin embargo, es bueno resaltar lo que puntualiza el dietista y nutricionista Ramón de Cangas, quien además es doctor en Biología Molecular y Funcional, así como miembro de la Academia Española de Nutrición y Dietética: “Aporta las mismas cantidades de sodio que la sal de mesa”.

Al seguir escarbando sobre esta panacea de mesas y cocinas me encuentro que en realidad su procedencia es de la mina Khewra Salt, ubicada en la región montañosa del Punjab, Pakistán; aunque no solo allí se produce. También se sabe que en todos los sitios donde se realiza dicha explotación es en condiciones infrahumanas, y en medio de una insalubridad casi absoluta. Y eso es lo que estamos consumiendo en el mundo entero al compás de un ritmo que marcan las cajas registradoras de supermercados, abastos, pulperías y chiringuitos; no en balde el precio de la “exquisita” supera en cientos de veces a la vulgar y corriente de siempre.

¿Cómo y por qué llegamos a eso? Me hago la pregunta una y otra vez, con insistencia rayana en el masoquismo, y la respuesta me viene súbita y mordaz. ¿Cómo se entiende que Petro gane en Colombia, Chávez en Venezuela, Ortega en Nicaragua, Boric en Chile? ¿Cómo es que tales triunfos se convierten, gracias a copiosas y eficaces labores de mercadeo, en lo que no son? ¿Cómo es que en el mundo entero siguen comprando la idea trasnochada, contaminante y retrógrada de una secta que solo busca el ejercicio del poder puro y simple? A fin de cuentas, a duras penas llegan a ser un mito contemporáneo. Y lo seguimos consumiendo, pese a que no nos aportan nada distinto.

© Alfredo Cedeño

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