“Aquellos que ignoran la historia del cine, están condenados a ver remakes”. La frase solo pudo haber salido de la pluma ingeniosa y ocurrente como ninguna del más cinéfilo de los escritores caribeños, Guillermo Cabrera Infante. Viene a cuento porque la “remake” ha pasado de moda. Una “remake” es varias cosas. En esencia es una nueva versión, aggiornada, puesta a tono de los tiempos nuevos que corren, en el momento en que se impone la tarea de ganar indulgencia con los escapularios del pasado. Pero este movimiento comercial dispara varias, a veces muy contradictorias fuerzas. La primera es la tentación de mejorar el original. El saber común atribuye al mismo, por su condición de tal, una superioridad de la cepa, algo así como una denominación de origen que hace de sus vástagos una aproximación pálida, especialmente para quien ha degustado el néctar primigenio. En realidad, esto es un cliché. El halcón maltés, suerte de madre de todo el cine negro posterior, ya había sido hecha dos veces en la década anterior, (como Dangerous Female en 1931 y Satan was a Lady en 1936). Pero el clásico  tuvo que encontrarse con la dupla John Huston – Humphrey Bogart para que el nervio narrativo de Dashiell Hammett brillara como lo merecía. Otra remake que regresa una y otra vez es Primera Plana, la comedia de Ben Hecht y Charles McArthur que vería su primera versión es de 1931 (Lewis Milestone), pero en 1940 el genio de Howard Hawks cambiaría uno de los dos personajes masculinos por una mujer (Rosalind Russell). En 1974, otra celebridad de la comedia, Billy Wilder, restituyó el título y los géneros originales, apuntalados esta vez por sus amigos y actores fetiches Jack Lemmon y Walther Matthau en una versión desbordante de cinismo y humor negro. La historia hubiera debido terminar allí, pero en 1988 Ted Kotcheff hizo la innecesaria Switching channels con Burt Reynolds y Kathleen Turner.

Ejemplos hay muchos, y probablemente los seguirá habiendo, pero de un tiempo a esta parte, el remake ha dado lugar a un espécimen distinto, acaso más arriesgado, más noble, sin duda más creativo. Lo llaman “reboot”, una palabra intraducible que sugiere un borrón y cuenta nueva, un relanzamiento, un ignorar el orden de la materia original, guardar el título como prueba de origen y reordenar todos sus elementos. Probablemente uno de los ejemplos más felices sea la serie Fargo, inspirada en un clásico de los hermanos Coen, cuyas tres temporadas abrevan en la historia de un crimen (que ni siquiera ocurre en Fargo), para presentar personajes disfuncionales que originan un humor igualmente torcido. Batman ha seguido un camino similar. Luego de dormir durante unos veinte años el sueño de los justos (después de la serie de los 60), el personaje fue relanzado por Tim Burton en 1987, apoyado en los modismos de Jack Nicholson para componer un Guasón de antología. La saga murió de muerte natural a la cuarta e insufrible entrega, diez años más tarde, pero Christopher Nolan la retomó en 2005, con un título que confesaba sus intenciones: Batman comienza. El Hombre Araña para no ser menos, sigue su mismo camino. Y vale la pena anotar la voltereta que da la saga del planeta de los simios.

El “reboot” tiene efectos colaterales simpáticos anclados siempre en la necesidad de los estudios de extraer hasta la última gota de sangre  de una franquicia. Entonces las contorsiones narrativas dan origen a biografías de los personajes paralelos o secundarios. El Solo, de la guerra de las Galaxias o el hiperrecaudador Guasón. La tendencia no debiera ser desdeñada. Así como en los 70, el cine comercial se inclinó a privilegiar las tramas sobre los personajes (se lo llamó “plot over carácter”, para justificar personajes livianos que vivían tramas atrapantes para regocijo del espectador), el “reboot” parece indicar un camino opuesto. La vuelta, en algunos casos emblemáticos (el Guasón es el mejor ejemplo) del personaje como centro de la acción.

Historias del dinamismo de la imagen en movimiento, que aparece día a día más robusta y más necesitada de narrativas con las cuales extraer al espectador de un mundo monótono.  Conviene, sin embargo, seguir el consejo de Cabrera Infante, cubano sabio, si los hubo.


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