Para nadie es un secreto a estas alturas que, en Venezuela, emigrar es un verbo de uso común. En estos momentos, no hay una sola familia venezolana que no tenga a uno de sus miembros –o incluso a muchos- viviendo en otro país.

Y esto, que hace unos años era una novedad, pasó a ser un hecho cotidiano. Dejamos de ser el país receptor de quienes buscaban una nueva tierra de oportunidades, porque en sus naciones no se las brindaban, por los motivos que fueran.

Ahora, son los nuestros quienes traspasan las fronteras en busca de un futuro, de estabilidad, de seguridad, de progreso y de educación para ellos y para los suyos. Los espantan el desencanto, la incertidumbre por el futuro, la falta de proyectos individuales y como colectividad, la precariedad del presente y la ausencia de porvenir.

De acuerdo con la Agencia de las Naciones Unidas para Refugiados, los compatriotas que se han ido ya superan los 6 millones. Y, a medida que la estrechez económica del país aprieta, las condiciones en las cuales se van son más precarias, más inhumanas. Más tristes.

Nuestros primeros emigrantes se fueron en avión con ahorros, con una moneda que era más favorable al ser cambiada a divisas extranjeras. Los de hoy se van a pie, por trochas, tras vender sus efectos personales e incluso sus automóviles y viviendas por precios que se convierten prácticamente en nada al comprar otras monedas.

Los venezolanos que han salido recientemente en las condiciones más adversas, se han unido incluso a otras naciones centroamericanas que emigran y lo hacen a pie hasta Estados Unidos, sometidos a los peligros de un territorio selvático inhóspito y de delincuentes que acechan en el camino. Se ven obligados a pagarles a los tristemente célebres coyotes. Una industria de la miseria que engorda con el saqueo de los desventurados que están dispuestos a lo que sea por llegar a la nación norteña, con lo cual hacen verdaderas fortunas.

Cuando escribíamos estas líneas, la televisora mexicana TV Azteca reseñaba la pernocta de 2.000 compatriotas en el terminal de autobuses de Monterrey, México, ante la imposibilidad de hacerlo en otros lugares. Incluso la televisora estadounidense Telemundo reseñó el fallecimiento de una venezolana que iba en esta caravana, padeciendo un complicado cuadro de salud.

Duele e indigna ver cómo tantos de los nuestros dan su talento y su fuerza de trabajo a otras naciones, cuando deberían estar haciéndolo aquí. Los jóvenes que dimos al mundo se gradúan y se incorporan a mercados laborales lejanos, mientras este país se va quedando rezagado en la urgente actualización intelectual y tecnológica.

Los venezolanos emprenden en cualquier rincón e inyectan prosperidad a cualquier idea, tienen una capacidad de adaptación ejemplar; mientras en esta tierra que los extraña retrocedemos a niveles nunca antes vividos, cuando nos comparamos con el resto del mundo.

Y ellos, aún los que se logran hacer de un futuro y de una seguridad, extrañan lo que dejaron atrás, los afectos a quienes no pueden abrazar, los padres que fallecen antes de que puedan venir a despedirse, los abuelos y tíos separados por océanos.

Incluso, hay quienes hoy lo hacen para poder enviar dinero a sus familiares que se quedan en el país, porque con lo que se produce aquí adentro no es posible vivir.

Como muestra, un botón: 10% de inflación que sumamos en el pasado mes de mayo. Para comer de manera medianamente decente se necesitan 382 dólares en un hogar. Son 14 salarios mínimos para cubrir la canasta alimentaria. Venezuela no se arregló.

La recuperación de la economía se mide con un aumento orgánico y sólido del salario, con que el venezolano pueda comprar la canasta básica, tener servicios públicos, un sistema de salud, educación de calidad.

Debemos ver un retroceso en la inflación, reaparición del crédito, mayor producción de bienes y servicios, entre otros signos, para poder afirmar que el país realmente se arregló.

Necesitamos además apertura de escuelas, hospitales, autopistas. Que podamos tener servicios como luz, internet, agua, gas y transporte que sean realmente confiables. Que abran industrias, empresas, fábricas. Esa será la única solución para que regresen nuestros familiares.

Para que vengan los abrazos y los reencuentros, las reunificaciones y el volver a tener a toda la familia bajo un mismo techo. Las navidades y los cumpleaños juntos. Las tradiciones y el ver crecer a las nuevas generaciones.

Cuando todo eso sea posible –porque lo será, no tengan duda– veremos también a los que regresen aportando al país. Con su capital, con su conocimiento, con su esfuerzo. Venezuela tiene que volver a abrirse a ese gran activo humano que es nuestro por derecho, y que no ha hecho sino crecer en la distancia. Esa es una de las grandes esperanzas para nuestro futuro.


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