Castigada en casi todo el mundo hasta el siglo pasado y hoy en una parte de él, la homosexualidad ha sido y es motivo de persecución. Lo ha sido en Europa, recuérdese a Oscar Wilde encarcelado por sodomía y el tenor, tan ajeno a sus hallazgos chispeantes y a sus felices paradojas, de ‘De profundis’, escrita en la prisión de Reading. Cuando las legislaciones discriminatorias desaparecieron de los ordenamientos democráticos —precisamente en los prodigiosos años sesenta—, se mantuvieron con especial severidad en los países comunistas. Pocos sujetos más homófobos que esos desgraciados fetiches de la izquierda, Fidel Castro y Che Guevara, que crearon campos de trabajo para los hombres homosexuales. Los actuales ataques violentos contra homosexuales en Rusia son extensión de las homófobas políticas soviéticas: la homosexualidad era un crimen, una enfermedad e incluso una prueba de afinidad con las conspiraciones anticomunistas. Hoy se mantienen las persecuciones, con ejecución incluida de homosexuales, en Irán, ese país desde donde se impulsó a Podemos. Ese país propietario de la cadena de televisión donde trabajaron los principales miembros de la cúpula podemita. Ese país que trabaja para borrar del mapa a Israel, que no solo es la única democracia de la zona sino también uno de los lugares del mundo donde los homosexuales viven más tranquilos.

Cuando el principio de igualdad inherente a las democracias liberales se ha hecho extensivo a las diversas inclinaciones sexuales, cuando es efectiva la protección legal y el respeto, las justas reivindicaciones del pasado se intensifican. ¿Cómo explicar este fenómeno? Por una manipulación tan burda que solo se sostiene y prospera por la creciente instauración de espacios puramente emocionales donde se arrasa lo intelectivo. Podríamos llamarlos «espacios de no debate». Algo falla: la homosexualidad tiene un presencia porcentual sostenida demasiado elevada como para traducir una mera inclinación sexual en afinidad ideológica. Si así fuera, estaríamos ante el mayor grupo organizado del mundo en términos de adscripción. Nada de eso hay, ninguna posibilidad de la más remota unanimidad en torno a una bandera, unas siglas, unos colores, unos módulos verbales, unos lemas. Mucho menos unas ideas o una línea ideológica. Véanse algunas contradicciones o desajustes de carácter lógico que se degluten íntegros, como píldoras. Píldoras ideológicas. De entrada, las famosas siglas mezclan géneros con inclinaciones sexuales, penosa falta sistemática. Mientras se quiere resaltar la existencia de una multitud de géneros —un numerus apertus—, en realidad se aglutina gratuitamente bajo una misma etiqueta a cuantos no son heterosexuales cisgénero: «personas LGTBIQ+». Equívocamente, se incluye un sector del heteróclito colectivo como parte de la causa feminista, lo que ha roto el feminismo en dos mitades.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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