Ya lo hemos señalado con anterioridad: la esencia de la democracia subyace en el pluralismo. Eso implica que los tres poderes en ella presentes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) operen separadamente, en plano de igualdad y equilibrio, sin que uno se imponga a los demás. Con base en ello, en una democracia real no es admisible que los poderes que la conforman estén subordinados a una sola persona o instancia. Por lo tanto, la mesura y la desmesura marcan las antípodas de lo que debe y no debe ser.

Desde el momento en que Hugo Chávez Frías se juramentó como presidente de la República, resaltando que lo hacía ante una Constitución “moribunda”, asumió una conducta truhanesca y rompió con las formalidades y sagradas reglas que delimitan la actuación de un demócrata. A partir de allí, todo fue guachafita y bellaquería a granel, desactivándose así los modos políticos que son propios de las democracias verdaderas, en las cuales la soberanía reside siempre en el pueblo. El proceso se ejecutó cronométricamente, sin ocultar su fin último: el férreo absolutismo. Y el mismo fue avanzando lentamente, sin prisa pero sin pausa.

La primera acción del líder carismático fue decretar la realización de un referéndum para que el pueblo se pronunciase sobre la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente, con el propósito de transformar el Estado y crear un nuevo ordenamiento jurídico que permitiera el funcionamiento efectivo de una “democracia social y participativa”, lo cual no estaba previsto en la Constitución entonces vigente. Eso condujo a un forcejeo entre el Poder Ejecutivo y la Corte Suprema de Justicia que puso en evidencia el talante golpeador del novel gobernante.

Finalmente, el contendor más joven y fuerte se impuso y el referéndum se realizó el 25 de abril de 1999, absteniéndose de votar 62,4% de la población inscrita en el registro electoral. De modo que apenas concurrió el 37,84% de la población con derecho al voto, de los cuales 92% apoyó al presidente de la República. Con ese endeble respaldo, se convocaron las elecciones para elegir los integrantes de la Asamblea Nacional Constituyente, que se efectuó el 25 de julio del mismo año. Para esa ocasión se adoptó un sistema electoral retorcido que permitió al Gobierno aumentar en forma desproporcionada el peso de su representación: con 66% de los votos obtuvieron 95% de los escaños, mientras que la oposición, con 34% de los sufragios, consiguió el 5%, evidenciándose así que los actos de magia no solo se realizan en los circos. Para los revolucionarios esa práctica estuvo “ajustada a derecho”.

En el curso de los meses que siguieron, la revolución socavó la estructura del Poder Judicial, dando paso a uno “rojo rojito”. En paralelo se limitaron las competencias y poderes del “vetusto” Congreso Nacional. Todo se desarrolló atropelladamente, del mismo modo que un elefante avanza por una cristalería. Eso fue solo el abreboca. Después vendrían acciones más intensas, como veremos a continuación.

El 15 de diciembre de 1999, mediante referéndum, se aprobó la nueva carta magna. Al acto de votación concurrió 45,94% del electorado, del cual 71,21% votó a favor y 28,79% lo hizo en contra. En otras palabras, poco más de 30% de los electores dio su visto bueno a la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. Para Chávez fue una victoria chucuta, pero victoria al fin.

En enero de 2002, Luis Miquilena, una figura fundamental en el ascenso de Chávez al poder, renunció al Ministerio de Interior y Justicia. En una entrevista periodística declara lo siguiente sobre su expupilo:

Su ideología es una sopa de minestrone (…) Se ha convertido en un caudillo militar. Tiene aspectos de fascista por su aparato represivo disfrazado de populismo. Yo diría que una mezcla de Perón y Mussolini. Tiene mercenarios pagados para agredir a la oposición democrática. Y con las llamadas milicias está armando un ejército personal paralelo al de las Fuerzas Armadas Nacionales.

El domingo 7 de abril del año antes indicado, después de un largo e insólito forcejeo con Petróleos de Venezuela, a través de la radio y televisión venezolana, Chávez hizo público la acción de despido de 7 ejecutivos de la empresa y agregó una terrorífica amenaza dirigida a la llamada nómina mayor: “Yo no tengo problema de rasparlos a toditos”.

Voces de inconformidad empezaron a manifestarse dentro un sector de las Fuerzas Armadas por la clara intención del presidente de la República de transformar a dicho cuerpo en el brazo armado de la Revolución. Eso explicaba que el general Enrique Medina Gómez, comandante de la III División de Infantería, hubiese criticado delante de José Vicente Rangel la utilización de la FAN en actos políticos.

Producto de los continuos ataques de Chávez a la Confederación de Trabajadores de Venezuela y Fedecámaras, ambas organizaciones acordaron realizar un paro nacional el martes 9 de abril de 2002. Ante la falta de respuesta del gobierno, las dos entidades convinieron en extender la acción por un día más. Al final del día siguiente se adoptó la decisión de continuar el paro por tiempo indefinido con la incorporación de los trabajadores de Pdvsa. Con ese pronunciamiento se entró en impredecible terreno político. El 11 de abril poco más de 500.000 personas marcharon hacia el Palacio de Miraflores, con el propósito de pedir la renuncia de Hugo Chávez Frías. Dicha acción terminó en terrible tragedia para Venezuela en virtud de la violencia que desencadenaron las huestes partidarias del gobierno chavista y el fallido gobierno que presidió Pedro Carmona, expresidente de Fedecámaras.

Ayudado por los errores que cometió Carmona, Chávez ingeniosamente proyectó su propia imagen como víctima de una conspiración de la extrema derecha, dirigida por hombres de negocios y generales ultraconservadores. Y aunque Carmona y su grupo representaban un pequeño sector de la oposición, Chávez lo hizo ver como la figura que lideró a la mayoría del movimiento opositor.

Para octubre de 2002, sectores de la sociedad civil presionaban para que se convocara otro paro nacional y para que los trabajadores petroleros se sumaran a él. La decisión se adoptó, aunque hubo reservas de varias mentes lúcidas. El paro arrancó a partir del 2 de diciembre. El objetivo de tan drástica medida fue eminentemente político: presionar para que se acordara realizar el referéndum consultivo, se conformara la Comisión de la Verdad para que evaluara los crímenes cometidos el 11 de abril y se adelantara las elecciones presidenciales para así resolver la crisis política. A Chávez no le tembló el pulso al tomar la decisión de despedir a 20.000 trabajadores de nuestra industria petrolera. En ese momento se inició el proceso de destrucción que hoy tiene postrada a Pdvsa. Simón Alberto Consalvi le escribió una carta abierta a Hugo Chávez que concluía así: “Nadie ha tenido, señor presidente, la capacidad de destruir, de abatir, de desestabilizar un país y una sociedad como usted”.

A golpes y porrazos Chávez siguió su avance. Se produjo el cierre de Radio Caracas Televisión, se inhabilitaron a importantes líderes de la oposición, se intensificó el proceso de expropiación de importantes empresas manejadas eficientemente por el sector privado. Los costos de tales acciones superaron los 20.000 millones de dólares. El ogro filantrópico que alimentó la revolución le pasó luego la factura al país con ineficiencia despilfarro y pobreza a granel.

Con la “límpida elección” de Nicolás Maduro, las cosas empeoraron en grado extremo. La gallinita de los huevos de oro entró en estado de coma. Inevitablemente el drama se ha aposentado en cada rincón de Venezuela, circunstancia que ahora usufructúa el coronavirus para hacer más sobrecogedora nuestra situación. Con ello se ratifica la máxima del filósofo estoico Epicteto: “Son los ricos, los reyes y los tiranos los que dan los personajes a las tragedias”.

@EddyReyesT


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