“La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado”.
Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach

La tragicomedia venezolana ha servido, como lo hacen todas las crisis orgánicas de sociedades en trámites de entierros y partos, para sacar a la luz sus peores contornos, muchos de ellos más propios de la Venezuela colonial o decimonónica, que de la modernidad a que nos impele la globalización.

Desde luego, en primerísimo lugar la tara congénita de nuestro caudillismo inveterado, que afecta por igual a tirios y troyanos. En Venezuela no hay partidos: hay personalidades. Que hacen y deshacen con sus organizaciones, hechas a su imagen y semejanza, mucho más cercanas a las cofradías semisecretas en las que se practica más la adulación recíproca y el endiosamiento de sus máximas dirigencias que el análisis de las circunstancias y la fijación de líneas de acción política colectiva. Dirigencias surgidas por partenogénesis, que conforman sus entornos más por cooptación según la capacidad de sometimiento y adulancia de los cooptados que por otras propiedades propias de esos organismos de la modernidad que son los partidos democráticos.

No se exagera si se acepta que todos los partidos venezolanos, si son viejos, cuentan con dirigentes heredados. Y si son nuevos, pertenecen desde un comienzo a quienes los fundaron. De allí que no exista vida interna visible: vegetan, no viven. Mecanismos de renovación tradicionales en partidos modernos, como congresos y elecciones internas, no existen. Todos ellos pertenecen en propiedad al personaje que se los sacó de la manga. Son, a su medida, pequeños dictadores. Ocupan un trono que nadie les disputa. Ni osará pretenderlo.

No tienen cortes ni palacios, pero son palaciegos y cortesanos. Lo cual se ha acentuado hasta el escarnio desde el momento en que falleció la democracia y se impuso la autocracia. Las historias de todos los partidos venezolanos se detienen en el año 2000. Desde entonces, basta la foto de sus secretarios generales para describir sus historias y peripecias durante estas dos primeras décadas del siglo XXI. La política, en Venezuela, es un intrincado duelo de autocracias, burócratas y caudillos. La verticalización del poder ha alcanzado tales extremos, que a la dictadura se le hace extremadamente fácil torpedear su existencia: basta encarcelar o condenar al ostracismo a su máxima dirigencia, para que las militancias se echen a dormir el sueño de los justos. Lo que llevado al conjunto social explica la parálisis que nos domina.

Y sin que ello suponga menospreciar la enorme importancia de los partidos políticos en la existencia y sobrevivencia de las democracias, sino más bien lo contrario, enalteciéndolos, lo cierto es que los partidos venezolanos no han sido una barrera infranqueable para la imposición de la dictadura. Bastó que surgiera un supercaudillo, dotado además de todos los atributos del poder factual, el de las armas, para que la frágil arquitectura democrática se derrumbara como un castillo de naipes. Con ello se vino abajo todo el edificio institucional, dejando al desnudo a una sociedad civil sin cultura política ni organización funcional, fácil presa de la demagogia, el aventurerismo y las seducciones. Son los dos extremos de la parálisis: Hugo Chávez en sus comienzos y, luego de su concertado derrumbe, los actuales dirigentes de la oposición encabezados por Juan Guaidó.

Asesinado en medio de una masacre Oscar Pérez; desterrados Antonio Ledezma, Diego Arria, Julio Borges y Richard Blanco; asilados Freddy Guevara y Leopoldo López; inhabilitada María Corina Machado, y acosados los diputados aún sobrevivientes de la oposición, sin medios de comunicación y reducido al ámbito de las redes, el dominio de la dictadura podría ser prácticamente total. Pasan de la centena los presos políticos. Los partidos se han convertido en ficciones de sí mismos. Precisamente ahora bajo estas odiosas circunstancias, cuando más se los necesita.

Atender al cuidado de las redes militantes que aún sobreviven se convierte así en una necesidad perentoria. Servir a su crecimiento y organización, en una necesidad vital. Pero visto que los sectores democráticos, crecidos y criados a la plena luz de la libertad, carecen de la más elemental experiencia en la lucha clandestina, la oposición venezolana sufre de esa grave y fatal asimetría. El castrocomunismo gobernante se hizo en la clandestinidad. Y dueño de todos los medios represivos de control policial, asistido por las narcoguerrillas colombianas y los aparatos de vigilancia y control de la tiranía cubana insertos en nuestros aparatos represivos, se encuentra en una inmensa desventaja táctica y estratégica.

Los diálogos son la ominosa expresión de esta asimetría: mientras el régimen cuenta con todos los medios, legales o clandestinos, públicos o secretos para castigar, disminuir y si fuera posible aniquilar a la oposición, esta se presta a desempeñar su papel de total minusvalía a plena luz del día creyendo que el régimen es susceptible de aceptar las reglas del juego de una democracia inexistente. Y socavando ella misma las únicas condiciones que debiera asumir: enfrentarse al régimen por todos los medios, asumiendo todos los riesgos y corriendo todos los peligros que ello implique. Que no espere que con esta insistencia en dejarle libre el terreno de la confrontación al régimen va a obtener más que una histórica derrota. Ya está cantada. A no mediar la intervención humanitaria de nuestros aliados, que debiera ser primera prioridad de la Asamblea. Si no entiende o se niega a entender que de esa intervención depende su existencia, su salud estará en grave riesgo de desaparición. Y con ella, la de la República. Es hora de entenderlo.


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