Foto Sirichai Puangsuwan

«Tumbado en la arena, rodeado de maletas. Mirando al mar azul, deseando que allí estés tú”. (“El Sur”. Modestia aparte).

En estos días de estío y hastío, de finales de julio, es cuando en realidad, para mí, termina el año o, al menos, el ejercicio. Si, es cierto, yo mido el año de veraneo en veraneo. Puede que esto sea así porque la realidad es que yo solo considero la vida real el mes que me paso en la playa, mientras que el resto del año es una lucha denodada contra el reloj para alcanzar el siguiente mes de agosto. Si lo piensan bien, tampoco está mal. Puesto en cifras reales, estadísticas, matemáticas o como quieran denominarlo, yo ya llevo 53 meses veraneando; no de vacaciones, que esos son aún más, sino veraneando. Un mes por cada año de mi vida.

Esto compone un total de cuatro años y cinco meses vividos en chanclas y bañador, porque yo soy de veraneo clásico. Sillas, sombrilla, antes chiringuito, ahora nevera portátil, que la cosa está muy mala y treinta días a la fresca son, por lo menos, cien cervezas. Echen la cuenta, si quieren. Así que el botellín del súper y las aceitunas de lata, en muy buena compañía, bastan y sobran, si te las tomas en la playa entre baño de sol, de arena y de agua mediterránea.

Por lo tanto, es tiempo, en estos días precedentes al paraíso en la tierra, de hacer balance del año. Esta, quizá, es la peor parte. Se te quitan las ganas de veranear, o no. En mi caso, no. Pero es cierto que, si consigues ser honesto contigo mismo, que es de lo que va esta vaina, normalmente el balance suele salir negativo. Créanme.

No hace mucho tiempo, por algo que le escuché a una persona de esas en las que aún deposito cierta confianza, adquirí la costumbre de hacer balance, antes de dormir, del día vivido. Hay que decir que el asunto consiste en tratar de buscar el lado bueno de aquello que te ha pasado, hasta en las circunstancias más negativas y hacer de la necesidad virtud para mejorar mañana lo que hoy has hecho mal. Realmente, esta es una versión para vagos de la auténtica receta, que consiste en esto mismo, pero escrito en un cuaderno.

¿Qué quieren que les diga? Yo, a esa hora en la que te estás quedando frito en el sillón, viendo la última serie coreana de Netflix, doblada en español latino, que ya es de máster de vago, y decides que, venciendo a la pereza, vas a levantarte y arrastrarte hasta la cama para terminar otro día por lo general frustrante, no soy capaz de coger un cuaderno y un boli, salvo para escribir mis últimas voluntades, por si no amanezco. Por lo tanto, escribir un diario, que es ni más ni menos lo que propone esta técnica, como si fuese Frenchy en Grease, está totalmente fuera de mi universo intencional.

No obstante, lo del cuaderno tiene su porqué. A fin de cuentas, lo escrito queda y las palabras se las lleva el viento, más aún cuando esas palabras no llegan ni a pronunciarse y no trascienden tu cabeza ni tu intención. De este modo, al día siguiente, no me suelo acordar de mis buenos propósitos de la noche anterior, hasta que llega la nueva noche y me doy cuenta de que he vuelto a cometer los mismos errores de los que volver a arrepentirme, para entrar así en un ciclo interminable, como si fuera Bill Murray esperando ver la sombra de Pansatoni Flyn, para saber si el invierno va a ser largo y frio o, por el contrario, la primavera nos bendecirá pronto con sus florecillas, sus mariposas y su puñetera alergia.

Así pues, bastante frustrante puede ser constatar que, día tras día, no mejoras tus actitudes ni aptitudes, como para trasladarlo al año completo. Créanme, desde mi más tierna infancia, no creo que haya tenido un balance completamente positivo, salvo por pura autocompasión y conformismo. Es así. Yo tengo una amiga que cuando le preguntas “¿Qué tal?”, te contesta “mal, pero acostumbrada”. No me digan que la frase no es una genialidad. Pero volviendo al tema principal, recuerdo, porque yo soy así, que los primeros años fueron positivos. El primero, aprendía a hablar, al menos mis primeras palabras; el segundo, aprendí a andar y el tercero, aprendí a no cagarme encima. Aquí, desgraciadamente, hice cumbre y, a partir de entonces, los balances ya me salen negativos.

Si, es cierto que hay algunos dientes de sierra, como el año que empecé a salir con mi mujer, el de mi boda o los años en los que nacieron mis hijos, pero en general, desde que me quité el pañal, no ha habido logros relevantes, salvo la posibilidad, casi siempre convertida en consecuencia, de pasar un mes en la playa, olvidándome de todo, como si la vida fuese tan fácil como en realidad debería ser, y todo tuviese un sentido asimilable y comprensible, y no fuese un puto caos imposible de negociar y de soportar.

Así pues, si las circunstancias me lo permiten, pronto volveré a mi paraíso perdido, el que pierdo cada septiembre para después recobrarlo, dando vida a un año que, visto desde esa perspectiva, la de septiembre, va a ser frio, va a ser gris y va a durar toda la vida.

Mañana voy al sur, y espero que allí estés tu, moviendo tus manos, y agitando tus brazos”. (“El Sur”. Modestia aparte).

 

Dedicado a Meme, a Rogelio y a todos los que dejaron su vida en el camino.

@elvillano1970


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