Mucho se ha hablado sobre la relación existente entre el chavismo y el resentimiento. De hecho, hay quienes sostienen que en buena medida el chavismo como movimiento nació del resentimiento. Luego de varias décadas de exclusión, o de presunta exclusión, en algún punto de la historia las personas que hoy gobiernan decidieron entrar al ruedo político y surfear la ola que tenía su origen en esa poderosa corriente en la que se entremezclaban los privilegios de una sociedad mercantilista, el influjo de un país saudita y la creciente pobreza de las mayorías.

El resto es historia. La ejecución de las políticas socialistas llevaron a Venezuela a lo más profundo del abismo en cuanto desempeño económico y social. La mayor inflación del continente, la reducción del tamaño de la economía a indicadores de las primeras décadas del siglo XX, algo que probablemente sólo podría lograrse a través de una guerra, una de las mayores crisis de refugiados y migración a escala mundial. Todo ello ha sido público y notorio.

De un tiempo para acá, el gobierno venezolano ha intentado revertir parte de sus políticas. Lo ha hecho a medias, sin terminar de convencer, y con una enorme dosis de incertidumbre y temor por parte de quienes hacen vida en el país. Lo cierto del caso es que la Venezuela que se comienza a gestar a partir del año 2019 es distinta a la que se podía vivir en los años que van de 2016 a 2018.

Más allá de debatir sobre la profundidad o duración de estas mejoras, sobre si se está en presencia de una burbuja que en cualquier momento pudiese explotar, hay un factor sobre el que quisiera hablar en esta ocasión: el de la población que se siente ―y muy probablemente esté en varios casos― excluida de todas estas políticas reformistas que estaría desarrollando el gobierno venezolano. Porque sí, habrá sectores que habrán sentido algún tipo de mejoría en sus vidas. Sin embargo, otros, diría que en las condiciones actuales la mayoría, todavía no perciben los beneficios de los que tanto se habla.

Los economistas han calificado el crecimiento económico como una “K”, haciendo alusión al hecho de que hay un sector que sí estaría, efectivamente, en proceso de crecimiento mientras que hay otro espacio de la sociedad que continúa su declive. Si bien la figura de una letra puede ayudar a comprender nuestra realidad, esta es mucho más compleja y no puede simplificarse.

¿Quiénes son estas personas que hoy mayoritariamente se sienten excluidas? Difícil precisarlo. Por un lado están los que denomino los silentes, la mayoría silenciosa, que muy probablemente son los sectores más pobres del país, y que precisamente por sus condiciones no tienen mayores posibilidades de ser escuchados o, peor aún, llevan tanto tiempo en el ciclo de pobreza que ya para ellos es habitual vivir en las condiciones que padecen. No es un secreto, hoy por hoy, Venezuela sigue siendo un país pobre, y seguirá siendo pobre por varios años, incluso en el evento de que el país lograse un crecimiento económico de dos dígitos de forma sostenida en las próximas décadas.

Por otro lado, se encuentra el grupo que tal vez tiene la mayor repercusión. Aquellos que en algún momento tuvieron una vida funcional y que en estos momentos se han venido a menos y que no han sido capaces de remontar la cuesta ni tener ningún tipo de mejoras, y si las tuvieren, nunca serán suficientes porque priva dentro de su psicología y pensamiento un férreo rechazo al régimen, por lo que cualquier signo de mejora real deberá estar acompañado de una salida del poder de quienes hoy lo detentan, bajo la promesa de instaurar un nuevo orden en Venezuela.

Este grupo de personas a primeras luces puede ser heterogéneo, pero si tuviera que simplificarse, pudiera englobarse en la clase media profesional de lo que otrora fue Venezuela. Este sector del país, que en tiempos pasados fue capaz de educarse a un alto nivel, y tener incluso un elevado grado de profesionalización, ha sido sin lugar a dudas el sector más golpeado de la nueva Venezuela. No es difícil imaginar por qué. En las circunstancias actuales, no es el profesional el que ha visto de forma más plausible apreciar sus salarios. Al menos no en términos reales, si se agregan las distorsiones cambiarias, el efecto de la inflación y las limitaciones en los sistemas de pago. Por el contrario, el profesional, el empleado, sigue siendo un perfil con una línea de ingresos bastante menguados, al tiempo que son otros sectores, que no necesariamente son los más educados y profesionalizados, los que obtienen mayor cantidad de riqueza. Si a ello se le agrega la estética decadente, barroca, y ciertos patrones de comportamiento moral en los que abunda la informalidad y en otros casos la proveniencia de capital dudoso, la guinda al pastel de la frustración está servida.

En medio de esa degradación, la persona que dedicó buena parte de su vida a prepararse, a instruirse, simplemente se encuentra desecha frente a la situación actual del país. Es difícil comprender por qué en nuestra economía liliputiense parece tener mayor rentabilidad actividades que no necesariamente requieren el mismo nivel de esfuerzo y preparación que los de la golpeada clase media profesional. De allí que sea hasta cierto punto comprensible que ese país se encuentre en un profundo proceso de negación ante lo que pasa en Venezuela.

Negación más que comprensible, pero que, paradójicamente, también trae consigo una nueva exclusión que está generando consigo una nuevo grupo de personas que, aislados, excluidos y empobrecidos gracias a la dinámica existente en el país corren el riesgo de transformarse en los nuevos resentidos que deriven en un círculo vicioso de búsqueda de venganzas en el escenario de que algún día alcanzasen el poder. Justificado o no, el panorama, al menos en ese aspecto, no luce nada alentador.


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