Ilustración: Juan Diego Avendaño

El viernes 9 de junio –caía ya la tarde– los grupos que buscaban a los cuatro niños uitotos perdidos en la selva de la Amazonia colombiana, tras sobrevivir al accidente de la avioneta en que viajaban, los encontraron, hambrientos y extenuados por el mucho caminar y cuando casi los abandonaba el ánimo que los sostenía. El mundo, que seguía su andar en las huellas que dejaban, expresó su alegría en millones de mensajes. A aquellos pequeños, enseñados a sobrevivir desde el nacimiento, no “los devoró la selva”, como a muchos de sus antepasados cuando huían de los explotadores del caucho.

Aquella historia (que se coló en los medios entre guerras, cifras económicas y banalidades del espectáculo) había comenzado el lunes 1 de mayo. Como gusta a la opinión pública, está formada por hechos extraordinarios que envuelven a personas poco comunes. La vida normal de los seres ordinarios –el hogar, la escuela, el trabajo– no interesa, como sí los contratiempos, que rompen con la rutina. Como los de aquella madre indígena –Magdalena Mucutuy Valencia– que aquel día, huyendo de alguna amenaza no precisada (¿la guerrilla, el narcotráfico, el entorno familiar?), tomó a sus cuatro hijos y abordó en Araracuara (sur del Caquetá) una vieja y poco cuidada avioneta Cessna 206 (matrícula HK2803) de Avianline Charter’s para dirigirse a San José de Guaviare, al norte.  Ella adelante con una bebé en los brazos, los otros niños atrás. Sobre el río Apaporis el piloto reportó la falla de un motor. Después el silencio.

Todavía atontados y asustados (¡el aparato se precipitó de nariz!), Lesly, Soleiny y Tien Noriel, de 13, 9 y 4 años, respectivamente, comprobaron que estaban vivos, sin heridas. Como también Cristin Neriman, de 11 meses, protegida por el cuerpo de la madre. Ella había muerto, como el piloto y un indígena que los acompañaba. Lloraron un rato antes de saltar del fuselaje. Acomodaron ramas para tenderse y con ropa de sus maleticas prepararon telas para cubrirse. Así permanecieron cuatro días esperando ser localizados. Cuando se acabaron las provisiones (incluidas las del biberón) decidieron moverse en busca de frutas y de camino o río que los llevara a sitio habitado. Tomaron el maletín de primeros auxilios y echaron a andar. Desde entonces rondaron por el área cercana. El día 15 los equipos de búsqueda encontraron la avioneta, pero no a los niños. Concluyeron que habían sobrevivido e intentaron seguir sus huellas.

Para buscarlos, dentro de un área de 323 km2, se organizó una operación (“esperanza”) con más de 150 soldados y cerca de 50 guardias indígenas.  No resultó fácil. Porque se trata de una selva inexplorada, sin comunidades, inmensa (una “gran alfombra verde” desde el aire). Intrincada, impenetrable, densa. Oscura, fría, húmeda. Dentro, la visión se limita a pocos metros. Además, los niños se movían, para huir de peligros (aunque no encontraron serpientes ni animales peligrosos). Apenas se alimentaban –con frutas y el bebé con “agua … pura agua” recogida en copas hechas con hojas– pues poco duraron sus provisiones y las que recibieron desde el aire. Pero dejaban huellas porque querían salir. Un día apareció “Wilson”, un perro rescatista extraviado, que los acompañó hasta el final (entonces se perdió). Con frecuencia lloraban por el hambre, el frío, el cansancio. Curiosamente, se escondían de los helicópteros que les causaban miedo.

Algunos apologistas del contacto con la naturaleza explicaban que los pequeños estaban preparados para aquella prueba. Sus mayores les habían enseñado a convivir con la selva: los frutos que podían comer, las plantas que sanaban sus dolencias, los peligros que debían evitar. Realmente, “no estaban perdidos sino en su entorno, aunque a la deriva”. Por otro lado, aseguraban, aquel medio no les era hostil; más bien, como una madre los guardaba y protegía. Sus espíritus velaban por ellos. Habían entrado en “otra dimensión”. Vivían una aventura, como en un juego “del escondite”. Pero no parece haber sido el caso. Sin negar que habían heredado saberes ancestrales útiles y que su pueblo tiene una cosmovisión propia que se debe respetar, debe decirse que la experiencia de los niños uitoto fue terrible. Cuando los encontraron el 9 de junio, tras cuarenta días, desnutridos y llenos de picaduras, estaban al borde del agotamiento.

Ante los ojos expectantes de los rescatistas aparecieron la tarde de aquel viernes los cuatro niños uitotos, cubiertos con sus ropas deshechas, sentados sobre grandes hojas. No se atrevían a caminar, visiblemente extenuados, especialmente la mayor con la chiquita en sus brazos. Ella, ulises afortunada, núcleo y guía de sus hermanos, no sabía si se trataba de otra visión como las que la asaltaban en los últimos días. Aquella imagen de los hijos de Magdalena Mucutuy, antes de su traslado a Bogotá, ponía de relieve ante el mundo la inmensa deuda de Colombia con los descendientes de sus pueblos originarios. Son (censo 2018) 1.905.617 (6% de la población), que hablan 64 lenguas y conservan tradiciones y saberes invalorables. Sólo en su Amazonía habitan 335.260 personas pertenecientes a 64 pueblos que se agrupan en 1.300 comunidades. Seguramente son muchos más. Han sido objeto del mayor abandono. Ahora los acosa la miseria.

Poco se sabe de los uitotos de la antigüedad americana. Se ha estimado en 5.400 años la diversificación de su lengua. En lo profundo de la selva amazónica, no figuraron en la historia granadina hasta finales del siglo XIX. Incorporados a la extracción del caucho, fueron sometidos a la más despiadada explotación y esclavitud. Murieron al menos 40.000. Su suerte no mejoró con el fin de aquella actividad. Estalló la guerra con el Perú y luego el conflicto armado. Y más recientemente por el río llegaron los narcotraficantes. Con todo, son ahora 14.142 dedicados a cazar, pescar y recolectar. De toda esa violencia quería alejarse Magdalena Mucutuy, de la comunidad muina murui (los “hijos del tabaco, la coca y la yuca dulce)” que ocupa el Predio Putumayo. Y también quería alejar a sus muchachos, que entusiasmados se llevaron consigo los cuadernos que usarían en la escuela que los esperaba.

Ninguna comunidad indígena de los países americanos quiere vivir en las condiciones de los inicios. Como no lo quiere ningún pueblo de alguna parte del mundo (salvo, tal vez, los que ignoran la existencia de otros). Desean sí conservar –es un sentimiento natural– sus creencias y tradiciones, sus saberes y costumbres ancestrales, su cultura y su lengua, que enriquecen a la humanidad. Al mismo tiempo, aspiran gozar de las ventajas adquiridas por otras sociedades para superar las condiciones de vida que los afectan actualmente. Exigen buenos servicios de salud y maestros capacitados para enseñar a las nuevas generaciones. También participar en la actividad económica. Han permanecido segregados mucho tiempo. Mas, explotados hasta el genocidio. Y pretenden lograrlo en paz en las tierras que fueron de sus antepasados. Son un ejemplo los niños de esta historia: se cuidaron y mantuvieron unidos a pesar de los conflictos que dividen a sus mayores.

Han sufrido mucho –ya se dijo– a lo largo de su historia. Uno de los peores momentos ocurrió en tiempo de progreso, durante la llamada “fiebre del caucho” (1880-1910). Hace cien años José Eustacio Rivera denunció en obra clásica (La Vorágine, 1924) la violencia que se desató sobre los pueblos de la selva amazónica en las áreas de extracción del caucho (entre los ríos Putumayo y Caquetá). Hizo lo mismo, en forma documentada (El sueño del celta, 2010) Mario Vargas Llosa. El empresario peruano Julio César Arana, al frente de la compañía británica Peruvian Rubber Company, estableció un sistema de trabajo basado en la esclavitud y el maltrato que provocó la muerte de decenas de miles de personas y la casi desaparición de grupos indígenas, como el de los uitotos. Es la hora de la reparación. No basta pedir perdón a las víctimas, como hizo el presidente Juan Manuel Santos (2010).

A partir de abril de 2021 se produjeron en Colombia grandes manifestaciones que reclamaban cambios y mejoras de orden económico y social, exigidos por décadas. En esos eventos participaron los grupos étnicos minoritarios, los olvidados de la historia. Exigían el fin de la marginalidad y la efectividad de los derechos que les reconocen las leyes. Concurrieron como integrantes de la nacionalidad, como uno de sus elementos esenciales. No lograron sus propósitos; pero, mostraron su presencia y fuerza. Ahora, la epopeya de los niños uitoto recuerda la urgencia de atender sus aspiraciones. Cuentan con el apoyo del país y del mundo.

@JesusRondonN


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