Mientras los gobernantes de las potencias del planeta se devanan los sesos en detener la pandemia, relanzar las economías y recuperar millones de empleos, la actitud del régimen madurista concentra su saña en abrumarnos con un capítulo más de la saga infinita de invasiones, conspiraciones y supuestos magnicidios, que curiosamente jamás vislumbran un epílogo.

Por el contrario, la copiosa imaginación del aparato gubernamental dedicada a producir guiones de ataques terrestres, aéreos y submarinos es extrañada por una población que aspira a unas políticas que levanten una economía en ruinas, al extremo de registrar indicadores que solo se conocieron en las guerras federales de nuestro siglo XIX.

No por casualidad los organismos financieros internacionales mencionan al comportamiento de la economía venezolana de los últimos 10 años como la década perdida, lo que resalta los análisis de quienes reafirmamos que Venezuela todavía no se ha insertado en el siglo XXI, por las rupturas ideológicas con el mercado global, la suspensión de acuerdos de integración beneficiosos para nuestra economía, y la postración de nuestra soberanía ante regímenes de corte dictatorial al permitir fuerzas militares en el suelo patrio, cuyo objetivo primordial es utilizar nuestro territorio como enclave para confrontar a Estados Unidos, a la Unión Europea y a los gobiernos de rostro democrático en el continente.

Las paradojas de la pandemia en nuestro país difundidas por la propaganda del régimen se centran en cómo un país quebrado, sin recursos, presenta las cifras más alentadoras en cuanto a contagios, atendidos y fallecidos del continente, las cuales presumen tener controlado los efectos del covid-19 en nuestro territorio. Cuando en realidad la fragilidad del sistema de salud, la desnutrición de la población, el bajo poder adquisitivo, la caída de los servicios públicos, convierten en vulnerables a los 25 millones de habitantes que residen actualmente en nuestro país.

En verdad, las cifras publicadas sobre fallecidos y contagiados en el mundo indican decenas de miles de muertos por país, e incluso señalan 4 millones de contagiados a nivel planetario, siendo notorio que en todas esas naciones funcionan plenamente los servicios públicos, en particular el transporte, la seguridad ciudadana, el apoyo a las empresas públicas y privadas, el pago parcial del salario, pleno acceso a los bienes de la canasta alimentaria.

Este no es el caso de Venezuela, donde desapareció el transporte público; la gasolina es la más cara del mundo, entre 3 y 4 dólares el litro; la moneda nacional, el bolívar ahora soberano, desapareció del mercado y ha sido sustituido por la moneda norteamericana; el salario mensual es el último a escala mundial cercano a los 4 dólares mensuales, incapaz de adquirir la canasta alimentaria de 300 dólares.

Esta es la cruenta realidad que aborda la familia venezolana cada día que se levanta a resolver la subsistencia, drama que pretende esconder la tiranía con historietas antiimperialistas, con la represión del Centro Penitenciario de los Llanos en Guanare, con la persecución a trabajadores de los medios de comunicación, a opositores y a sindicalistas, el asalto a las barriadas de Petare y la Cota 905, a fin de cuentas, cumpliendo su objetivo de  generar un clima de terror para detener la protesta popular, que cada día se extiende en microconflictos sociales, como lo indica el informe de abril de 2020 del Observatorio Venezolano de Conflictividad Social en todo el territorio nacional.

Cruenta situación que exige a la oposición venezolana desechar todo género de aventuras y atajos, como paso esencial para salir de la pesadilla autoritaria, en circunstancias que oxigenan a un régimen cada vez más repudiado por la población; por el contrario, debe asumir y promover políticas factibles y transparentes que unifiquen al país en el objetivo de restablecer la república y reconquistar la libertad y la democracia.


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