Recientemente,  tras  las infames declaraciones de la presidenta de la República del Perú en las que atribuye los altos índices delictivos en ese país a la migración venezolana, el único dirigente político en Venezuela que rechazó tal expresión de aporofobia, solidarizándose con el drama de los venezolanos que huyen de la crisis humanitaria compleja, fue Carlos Prosperi en voz del partido Acción Democrática. Hace apenas unos días, también Carlos Prosperi, desde un punto fronterizo entre México y Estados Unidos, tras visitar uno de los centros de recepción de refugiados, hizo un llamado al presidente Joe Biden a abrir un canal humanitario para los venezolanos que están sufriendo lo indecible para escapar de la miseria a la que está sometida Venezuela.

Lógicamente, para el conjunto de los venezolanos, en especial para aquellos que tienen familiares en situación de refugiados, la posición de Carlos Prosperi es oportuna y correcta porque defiende los derechos humanos de nuestros connacionales en el exterior, un deber de todo estadista. Pero, lamentablemente, un segmento de la opinión pública, principalmente aquella que se encuentra acomodada, la que comulga con aquello del “Venezuela se arregló”, la que no sale de Las Mercedes y los conciertos con entradas estratosféricas, minimiza todos esos esfuerzos, ridiculiza cuanto puede la crisis migratoria cuando no la oculta, incluso, hasta comparte los relatos estigmatizantes de los xenófobos diciendo que quienes se van de Venezuela son la escoria social y que los otros países están en su derecho de rechazarlos.

A fin de instruir a esa élite con más dinero que talento, debe recordarse que el 28 de julio de 1951 fue aprobada la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados por la ONU y ampliada tras el Protocolo de 1967, asimismo, con el mismo tenor, desde 1984, existe la Declaración de Cartagena. Un total de 147 países se han adherido, formalmente, a la obligación de atender humanitariamente a los refugiados que llegan a sus países escapando del hambre, la violencia y la persecución.

Como hay que explicar las cosas con manzanitas y una pizarra, tendremos que decirle a los cómodos y enchufados que, conforme a la legislación internacional,  un refugiado es una persona que se encuentra fuera de su país de nacionalidad o de residencia habitual y tiene un fundado temor de persecución a causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social u opiniones políticas, y no puede, o no quiere, acogerse a la protección de su propio país, o regresar a él, por miedo a sufrir condiciones que con certeza amenazan su integridad personal.

Un gobierno que funciona de manera adecuada debe proporcionar a sus ciudadanos una serie de derechos civiles, políticos, económicos, culturales y sociales, así como servicios, como por ejemplo, la protección por parte de la policía, la legislación y los tribunales para juzgar los crímenes y la persecución. Si este sistema de “protección nacional” falla, porque el país se encuentra en guerra o está sufriendo disturbios graves, porque es el propio gobierno el que persigue a determinados ciudadanos, o, como en el caso de Venezuela hay una crisis humanitaria compleja ampliamente documentada, entonces las personas podrían huir a otro país. Quienes, entre éstos, sean reconocidos como refugiados, deben recibir  “protección internacional”. No hacer eso convierte a los países receptores en violadores de derechos humanos en la misma proporción, en la misma intensidad, en que viola derechos humanos el país que expulsa a sus connacionales y los convierte en parias.

Es por eso que Venezuela, cuando tenía gobiernos decentes, recibió a los refugiados víctimas de las guerras mundiales, de las guerras civiles centro americanas, de las crueles dictaduras del cono sur, del medio oriente crónicamente empobrecido, de la China inhumanizada por el comunismo o desde la Colombia destrozada por su guerra civil de medio siglo. Recibíamos a las víctimas de la miseria, de la violencia y la persecución de todo el planeta, y los recibíamos con los brazos abiertos, porque sabíamos que, además de ser moralmente correcto ayudar al necesitado, el aporte social, cultural y económico de quienes hicieron de Venezuela su segunda patria es y será siempre de un incalculable e inestimable valor para este país.

Unir al país es la vocación de AD, aunque se nos judicialice, se nos invisibilice en los medios de comunicación o se nos amenace. Nuestro rol es y será siempre ser una alianza orgánica de clases explotadas que buscará, por medios institucionales y pacíficos, transformar la realidad de este país para beneficio de todos. Todos los venezolanos, los que están dentro y los que están fuera, merecen que se les respeten sus derechos humanos y esa es nuestra lucha.

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@rockypolitica


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