«Todas las personas grandes han sido niños antes. (Pero pocos lo recuerdan)«.

Antoine de Saint-Exupéry

 

Cierto que aprendí a leer en el colegio (mi querido Instituto Montessori San Jorge), con el método de la excelsa profesora. Leer para mí se convirtió rápidamente en una devoción, y mis padres lo captaron inmediatamente. En mis cumpleaños, a propuesta de mis padres, mis tíos me regalaban libros, no juguetes, y yo feliz lentamente fui formando mi propia biblioteca. Recuerdo mi  primer libro, Leyendas de Mesopotamia, las aventuras del héroe caldeo Gilgamesh, sin advertir entonces que esas historias, de 5.000 años de antigüedad, eran las más viejas del mundo.

Todos los días, siendo yo niño, religiosamente a las 6 de la mañana, el panadero colocaba  en la ventana que daba al porche de mi casa (me crié en un barrio de clase media, Bello Monte, cerca de la famosa “Peña Tanguera”) , el pan de a locha, un litro de leche Silsa y El Nacional. Poco a poco, todavía niño, me familiaricé  con el diario donde imperaba el talento literario de Miguel Otero Silva, junto a su insigne pléyade de colaboradores. En otras palabras, completé mi formación como lector con el gran diario. Comenzaba por los deportes (sobre todo el beisbol y el deporte de los reyes, es decir la hípica, pues me hice “burrero”), seguía con la información nacional, luego la internacional, y concluía con mis preferidos artículos de opinión, donde sobresalía la excelsa figura de Arturo Uslar Pietri. El Nacional me estimuló a partir de entonces a lecturas más densas, dadas sus excelentes ediciones a precios populares, que contribuyeron a  difundir la lectura por todo lo ancho y largo del territorio nacional.

Ya entrada mi adolescencia,  cualquier mesada  inmediatamente  se traducía en la compra de libros, muy baratos en aquel entonces (los años sesenta), dada la sobrevaloración del bolívar. Mis primeras librerías fueron las cercanas de Sabana Grande,  Suma, Lectura, Aguilar, Politécnica, para luego aventurarme hacia el centro de la ciudad y sus tradicionales librerías. De la librería Politécnica, situada en la calle Villa Flor de Sabana Grande, hoy desaparecida, conservo un grato recuerdo. Compré a diez bolívares la Teoría del Estado de Hermann Heller, sin percatarme del “ladrillo” al que me enfrentaba. No habiendo cumplido los 18 años, la lectura de ese libro me resultó un verdadero calvario, pese a lo cual perseveré de tal forma que poco a poco fui comprendiendo el sentido de su argumentación. El recuerdo grato proviene de que cuando unos años después, todavía estudiante de Derecho, aspiré a ser auxiliar de investigación en el Instituto de Estudios Políticos de la UCV, obtuve la plaza gracias a la impresión que causó en mi examinador, el profesor Juan Carlos Rey, el dominio de un libro tan difícil de leer.

Hablar de libros preferidos es una tarea subjetiva y caprichosa. Me ufano de haber leído muchos y grandes libros, clásicos y no tan clásicos. Uno en particular, y es un asunto, repito, absolutamente subjetivo, me impresionó grandemente: La condición humana,de André Malraux. Recientemente, preguntado sobre el asunto, Mario Vargas Llosa coincidió con este humilde servidor, que la obra de Malraux constituía la más impactante en su subjetividad como lector.

El arte de escribir es distinto al arte de leer (tema sobre lo cual insistiré en mi próximo artículo), pero sin ricas y permanentes lecturas se torna muy difícil escribir bien. Se ha dicho que el estilo es el hombre, es cierto, aunque no hay estilo que sobreviva a la  intensa y muchas veces sufrible unión de leer y escribir. Tengo 75 años, una edad que comienza a ser longeva, pese a lo cual continúo leyendo con el fervor de mi niñez y mi juventud, con una particularidad que comienzo a asumir, y que antes no sentía igual: releo tanto como leo. Es como una nostalgia de los tiempos idos, que por más que los añore nunca más  volverán.

 


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