La vieja Europa acaba de dar un paso firme hacia el futuro, al ser el primer continente en establecer un marco legal sobre el uso de los LLM (Large Language Models), popularmente conocidos como inteligencia artificial. La legislación intenta proteger la seguridad y derechos fundamentales de las personas naturales y jurídicas, y según la Comisión Europea, «apoyará el desarrollo, despliegue y adopción de una IA confiable» en los países de la región. Podríamos ponderar esto como un auténtico hito histórico en el ámbito de la técnica, a la par del Tratado de No-Proliferación Nuclear de 1970 o el Protocolo de Kyoto de 1997.

Que lo viejo lidere la vanguardia sería una paradoja de no ser porque esta relación con los automatismos que nos emulan es en realidad una tradición, muy antigua también, que los europeos (y otros pueblos) han tenido con los autómatas; siempre obedientes desde los tiempos de Talos y las acompañantes mecánicas de Hefesto. Como ahora resulta que hay que cuidarse de estas invenciones —mejor dicho, de nosotros mismos a través de ellas— tiene simetría poética que lo que comenzó con un toro blanco raptando una mujer continúe ahora con la domesticación de estos calcotauros digitales.

Y tal domeñar urge porque, de acuerdo con el Informe de Riesgos Globales para 2024 del Foro Económico Mundial, la desinformación se encuentra en el primer lugar, potenciada por el desarrollo de la inteligencia artificial. Pero este no es el único problema de los últimos avances tecnológicos. Habría que considerar también otros desafíos emergentes como la edición genética o biohacking, el envejecimiento demográfico, la comercialización de proteínas sintéticas, los embriones de tres progenitores, los úteros artificiales o ectogénesis, la eutanasia o suicidio asistido, la integración humano-máquina a través de la cibernética; sin mencionar otros problemas bioéticos y tecnoéticos del presente.

Desde Hispanoamérica, pareciera que no existe el mismo interés o urgencia por estos tópicos, más allá de alguna reseña periodística, o de alguna tesis de posgrado desestimada en alguna biblioteca inconsulta. En la Venezuela reciente, por su parte, el interés por la tecnología se da en términos de apropiación ciega y aprovechada: sin comprenderlos demasiado, nos adueñamos de aviones de combate rusos, satélites chinos o drones militares iraníes. Con la blockchain aplicada a las finanzas, se creó un petro (2017 – †2024) anclado al valor del barril de petróleo; o con la inteligencia artificial, se diseñó una presentadora de noticias (Sira) que funge de ancla para un programa de televisión del gobierno.

Seguramente hay desarrollos locales en estos temas que no gozan de demasiada publicidad. Al mismo tiempo, es cierto que los problemas que aquejan a la región son menos sofisticados, pero sí mucho más apremiantes. Adicionalmente, tendríamos que preguntarnos también por qué aquellos desafíos foráneos deberían ser los nuestros como hispanoamericanos.

No obstante, en el caso venezolano, las preocupaciones técnicas del presente ya han sido parcialmente redimidas a través del pensamiento prometeico de al menos tres académicos visionarios: Ernesto Mayz-Vallenilla, Alberto Castillo Vicci y Alfredo Vallota.

Las tres tormentas

A Mayz-Vallenilla, uno de los filósofos venezolanos e hispanoamericanos más importantes del siglo XX, se le conoce principalmente por sus aportes a la reformulación y modernización de la educación, asociación libre que es comprensible al haber sido Rector-Fundador de la Universidad Simón Bolívar y a su dilatada labor docente, sin mencionar sus numerosas publicaciones respecto al tema. Pero sucede también que la cuarta parte de su obra publicada gira en torno a la cuestión de la técnica.

De hecho, se sabe que su trabajo cumbre fue Fundamentos de la Metatécnica (1990). Lo que no es tan conocido —tal vez porque es un libro para valientes— es que el documento anticipa, al menos en treinta años, la naturaleza actual de nuestros artefactos técnicos, el advenimiento del transhumanismo, así como una filosofía y antropología del futuro.

Mucho antes de la cotidianidad del internet, teléfonos móviles, apps y realidad mixta, Mayz explicaba que nuestra constitución somato-psíquica es el fundamento de nuestro lenguaje y ontología. Dado que el sentido de la vista es el principal canal sensorio con el cual nos in-formamos de la alteridad, aunado a nuestra concepción del espacio, toda nuestra cultura material e inmaterial tiene un sesgo y preferencia óptico-lumínica.

De modo que no es casual, ni tampoco una simple consecuencia histórica o económica, que muchos de nuestros objetos técnicos operen como sensores intermediarios de los fenómenos físicos que naturalmente no podemos captar, para luego traducirlos a estímulos visuales. En su momento, Mayz pensaba, por ejemplo, en sonares, cámaras termográficas o en máquinas de resonancia magnética; las cuales cada una de ellas, entre muchas otras, traducen respectivamente el sonido, el calor o el campo electromagnético en imágenes.

Esta inclinación técnica por lo óptico-lumínico se hace evidente en nuestros días a través de la aparición de internet o de la historia progresiva de las redes sociales, que privilegian cada vez más la imagen sobre lo textual o auditivo. El diseño 3D, los cascos de realidad virtual y los lentes de realidad aumentada ilustran bastante bien este punto.

Más aún: la tendencia augura un futuro meta-técnico y una supranaturaleza, en donde los seres humanos estaremos inmersos en nuevas alteridades, toda vez que los artefactos técnicos que inventemos, o que incluso se hagan parte de nosotros, nos abrirán nuevas ventanas epistemológicas, y a través de ellas, nuevas interpretaciones que ya no serán antropomórficas, ni antropocéntricas ni geocéntricas. El transhumanismo, la cibernética, la exobiología y la etología del futuro encontrarán aquí unos sólidos postulados.

Mientras los especialistas debaten en la actualidad la posibilidad de que las máquinas sean conscientes, Mayz Vallenilla advertía en los años noventa del siglo XX que conviene diferenciar primero la consciencia de la autoconsciencia, y de ésta la que es programada de una espontánea. De modo que:

«Entendida así la autoconsciencia, ella no puede ser poseída por ningún artefacto, sea cual fuere su índole o nivel, a menos que semejante artefacto despliegue por sí mismo la requerida autarquía y autonomía que distinguen a la libertad humana. Una “libertad” programada, en cualquier caso, no es sinónimo de auténtica libertad, a menos que desde sí misma permita y propicie la negación de su propio sustentáculo, erigiendo en lugar suyo un reino de fines, opuestos a los de aquél, elegidos y queridos espontáneamente».

Así las cosas, sólo alguien que combinara alquímicamente la propuesta humanista y tecnocientífica de Mayz Vallenilla podría extender sus formulaciones meta-técnicas, y este fue justamente el caso de Castillo Vicci.

Tratábase de otro personaje adelantado a su época. En 1959 ya era programador del primer computador que llegó a Venezuela, un IBM 650, el más avanzado de su tipo en América Latina. Creó las primeras carreras de Análisis de Sistemas, Ingeniería Informática, Ingeniería de Producción y Matemáticas, e Ingeniería Electrónica de Computación en varias universidades del país. En efecto, el detalle de esta aventura pionera se puede leer en su libro Historia de los Estudios Universitarios de la Información (TI) en Venezuela (1968-2020) (2023), del que es coautor. Al mismo tiempo, tiene años publicando sobre inteligencia artificial, mucho antes del revuelo contemporáneo.

Castillo Vicci recibe el testigo de Mayz y sugiere, inspirado en la Teoría de los Tres Mundos de Karl Popper, que la supranaturaleza que predice la meta-técnica sería un cuarto mundo (o Mundo 4), al que sólo tendríamos acceso a través de artefactos nootécnicos. Podemos pensar en estos artefactos (concebidos originalmente por Mayz) como instrumentos-traductores que nos ayudarían, justamente, a traducir e interpretar en términos de nuestra razón natural y sentidos las alteridades construidas por otras ontologías trans-humanas, no-antropocéntricas.

Así, en su Filosofía y Matemáticas de la Meta-Técnica (2018) «se propone para la nootecnia intuida por Mayz a la tecnología de frontera que trabaja en escala nanométrica, cuántica, conocida como nanotecnología, una matemática posmoderna y una epistemología borrosa». Su plan para ello es la formulación teórica de una máquina-computadora que en realidad sería la combinación de dos: una computadora cuántica y una computadora universal difusa. De este modo, la información del Mundo 4 meta-técnico sería asequible para nosotros, pertenecientes al Mundo 1 técnico.

Se puede intuir que para Castillo Vicci el paso de la razón técnica a una trans-humana y meta-técnica es uno en el que sólo fungimos de intermediarios, formando parte de un proceso evolutivo más grande que no está centrado en nosotros como especie. A la vez, dicho paso es la consecuencia orgánica del proceso humano intelectivo, en donde constantemente expandimos los límites de nuestra razón natural y ahora los enriquecemos con otros modos de percibir y razonar. Precisamente así lo ve Alberto Vallota, quien trabajó con Castillo en Técnica y Meta-Técnica de la Computación (2000).

El profesor Vallota es Licenciado en Química con Maestría en Filosofía, en concordancia alquímica con los pensadores anteriores, superiores todos a la ilusoria separación entre ciencias y humanidades. Es capaz de impartir clases de bioquímica, así como de filosofía política o de la naturaleza del tiempo. Además de sus varias publicaciones, su labor divulgativa ha sido bastante significativa en medios, participando como invitado en entrevistas y charlas, o siendo él mismo productor y guionista de programas radiales, siempre circunscritos a la filosofía y problemáticas de nuestro tiempo.

Para Vallota, la meta-técnica no se trata sólo de una evolución sino de una auténtica revolución. El hecho de que el ser humano pueda ahora combinarse con la máquina es un punto de inflexión equiparable a la aparición del Homo Sapiens. Incluso de mayor envergadura, en tanto la evolución de los homínidos es una consecuencia de alteraciones en la información genética, mientras que en este caso el hombre no necesitó modificar su genotipo, sino fabricar artefactos. Por eso el hombre, a su juicio, y en contraste con las aves, es el más exitoso de los animales voladores.

Sin proponérselo como directriz, su elaboración intelectual dignifica al objeto técnico de un modo similar al que lo hizo Gilbert Simondon, importantísimo filósofo de la técnica del siglo XX. Las modificaciones que el ser humano ha hecho sobre sí mismo a través de lo lingüístico o simbólico son mejor valoradas moralmente que las conseguidas a través de sus propias invenciones tecnocientíficas. Explica que:

«Se admite el mejoramiento del rendimiento individual por la palabra de un psicólogo, de un psicoanalista, de un sacerdote, pero no por la acción química de una droga; se castiga a quien ayuda a alguien físicamente a morir, pero no a quien conduce a miles a la muerte por manipulación ideológica, o por implementación de egoístas políticas económicas; se admiten técnicas de mejoramiento de la memoria para un examen, pero no a quien carga una micro-memoria electrónica. No cabe duda de que se valora moralmente de manera muy diferente la mediación simbólica frente a la acción directa de la tecno-ciencia, como si tal mediación fuera indispensable para alcanzar la autonomía y conciencia del individuo. Sin duda que esta distinción se basa en la consideración de la tecno-ciencia como algo externo a la esencia del hombre, y que porta el peligro de disolverla».

Dios y meta-técnica

Los desafíos emergentes de la técnica contemporánea que enumeramos al principio presentan una doble complejidad: su dificultad bioética o tecnoética inherente, y a la vez, su discusión en el contexto actual de las diferentes sociedades religiosas en el mundo. En verdad, si todo se discute bajo una premisa estrictamente materialista, nunca se llegará a un acuerdo satisfactorio. Problemas como la clonación, las identidades de género, el aborto o la modificación cibernética, por mencionar algunos, tendrán una u otra resolución dependiendo de qué tan hondante sea nuestra aproximación a la metafísica de la materia.

Al respecto, Vallota advierte que la propuesta meta-técnica se opone radicalmente a la cultura tradicional y que es posible que genere un enorme rechazo y tenaz resistencia: «La filosofía y la religión parecen haber hecho un frente común en favor del “hombre natural”, el hombre que habla, que produce y maneja símbolos, y en el que lo óptico es el “eje primordial del eje sinestésico”».

La posible tensión alma-cuerpo que se manifestaría en las consecuencias del proyecto meta-técnico no serían de suyo algo exclusivo, sino parte de una serie de históricas dualidades tales como forma-materia, objeto-sujeto, estructura-proceso, apariencia-realidad, sensibilidad-entendimiento o voluntad-razón, las cuales siempre han convivido con nosotros. En todo caso, uno de los corolarios más importantes es que la evolución de lo humano hacia alteridades trans-humanas no es teleológica: no tiene un sentido o destino predeterminado. No es fruto de un plan divino.

Irónicamente para Castillo, el más ingeniero de los tres, existe la posibilidad racional de reconciliar la espiritualidad con el conocimiento científico actual, incluso haciéndolo parte del mismo. En su Ciencia y Misticismo Hoy (2018), y al igual que Unamuno, aboga por un sentido místico de la vida que va acompañado de un sentimiento igualmente místico —y no trágico— de la existencia. Aquí lo místico «debe verse como una relación entre el hombre y un fin superior al hombre mismo, pero considerando al hombre como uno de los polos de tal relación».

Sucede que los límites de la computabilidad demuestran que no todo puede ser reducido a información. A su juicio, a la física como disciplina habría que complementarla con una dimensión psicológica que la enriquece, de modo que a la vez de proponer transistores meta-técnicos que nos traduzcan diferentes mundos, también sugiere una psicofísica como aproximación a los fenómenos en general.

En cuanto al Jardinero Mayor, comenta la profesora Corina Yoris-Villasana que «todos los que conocimos al Dr. Mayz sabíamos de su alergia al clero». En sus Fundamentos, explica que las categorías que le atribuimos a Dios, tanto para probarle como para refutarle, tales como existencia o perfección, así como sus reversos in-existencia o im-perfección, se construyen lingüísticamente a partir de nuestro sesgo óptico-lumínico. Es decir, estas categorías también son frutos de nuestra específica condición somato-psíquica. Asimismo, hablar de entendimiento o intelecto divino sería, a su criterio, algo demasiado antropomórfico.

En esta compresión de un Dios humano hacia uno trans-humano que nos posibilita la meta-técnica, «la eventual alteridad que funcione como correlato del logos mediante el cual se intente la aproximación a su problema, debe ser despojada de cualquier reato de antropomorfismo, antropocentrismo y geocentrismo». Esto exigiría de aquel logos que sea rigurosamente meta-técnico —trans-humano, trans-óptico y trans-finito—, de tal suerte que a través de una trans-racionalidad podamos tener acceso a una nueva teología. La meta-técnica, en este sentido, sería una ventana hacia la ampliación y plenitud de esta ciencia.

Según Mayz Vallenilla, a Dios sólo habría que pensarle, pues más allá de nuestras palabras (y nuestros ojos) hay un universo que nos «habla callada e invisiblemente». Sin embargo, calladamente también, a través de algunos detalles y de otras quirúrgicas selecciones, opera en él una sutil simbología de fragancia espiritual.

Se nota cuando nos cuenta a través de Hegel que el punto es la negación del espacio, la línea la negación del punto, y la negación de ella misma es la superficie, que redescubre en sí aquel espacio originario. O cuando simétricamente nos dice a través de Husserl que la reducción fenomenológica consiste en llevar a cabo en nosotros un paso de lo objetivo-trascendente a uno subjetivo-inmanente, que luego depuramos eidéticamente (es decir, en ideas) para evocar aquello universal, objetivo y transcendente. Entiéndase aquí a partir de ambas convergencias los ecos de una luz reflejada y una materia secunda, es decir, una imagen y semejanza.

Estas especulaciones se sostienen al sospechar que Mayz, un hombre que propuso la hermenéutica existencial como método filosófico para entendernos como americanos, no era inocente en términos alegóricos ni anagógicos. De hecho, bajo esta premisa, el honor de ser jardinero honorario de la Universidad Simón Bolívar se resignifica más allá de la interpretación usual de «la humildad necesaria en la vocación académica», o de cultor de «un jardín de conocimiento, juventud y esperanza».

Un jardinero es un técnico que poetiza, que introduce orden en una naturaleza silvestre que tiende al caos; sin reprimirla, sino más bien apreciando el potencial estético de lo que puede llegar a ser. El jardinero ve la flor en el tallo antes de que aparezca. De este modo, es un oficio que representa la combinación de técnica y humanidad, haciéndonos entender que nunca han estado separadas. Por eso los jardines, nos recuerda Chevalier, son paraísos.

Y aunque estemos equivocados y nos desmienta el maestro póstumamente, queremos imaginarlo sonriendo, como lo hacía tras los discursos contestatarios de los actos de graduación a los que iba, mientras musitaba: «este es el egresado crítico que hemos querido formar».

A propósito de este pensamiento crítico, que es la razón de ser de toda universidad, tendremos que preguntarnos entonces hasta dónde podremos arroparnos con los visionarios desarrollos de Mayz-Vallenilla, Castillo Vacci y Vallota. ¿Cuál es la generación de relevo que se enfrentará intelectual y espiritualmente al desarrollo tecnológico, globalizador y avasallante de nuestra época? ¿Quiénes serán los próximos jardineros?

@corvomecanique


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