Por Manuel Alejandro Luna Gómez

En los últimos días, la muerte repentina del ministro Carlos Holmes Trujillo nos hizo reflexionar acerca de cómo la interpretación historiográfica, o si se quiere política, que muchas personas tienen sobre las vidas de algunos hombres y mujeres, termina sesgada por las carreras que estos construyeron en el seno de la burocracia del Estado o los aportes que han hecho para su construcción. Así, sus acciones en contra de la vida humana y de las instituciones quedan en el olvido.

Posiblemente, el hecho de que este país se haya circunscrito, con algunas excepciones en la academia, a un relato histórico basado en la lucha entre “buenos y malos”, o la narrativa predominante de “grandes hombres”, sean algunas de las explicaciones a este problema de vieja data.

Hace algunos años, David Bushnell, el llamado “padre de los colombianistas”, recogió un balance historiográfico de las posturas que varios historiadores habían adoptado frente a la que llamó “la última dictadura de Simón Bolívar”. Es decir, el período de año y medio (junio de 1828 – enero 1830) en el cual el Libertador procedió con un poder absoluto a intervenir en la educación, los impuestos, el Poder Judicial y la religión, sin ningún contrapoder aparente, y a reprimir severamente tras el atentado en septiembre de 1828. En términos generales, Bushnell recalcaba que algunos de sus colegas habían justificado la actuación de Bolívar con base en argumentos tan disímiles como la protección del catolicismo o la lucha en contra de los poderes regionales de talante terrateniente.

Del trabajo de Bushnell se pueden desprender dos conclusiones. La primera apunta a que la academia también ha estado al servicio de la limpieza de nombre con la que se borran las acciones más infames de los “grandes hombres”. Las segunda está asociada al relato de “buenos y malos”, porque para los historiadores más conservadores, Bolívar encarnaba la protección de sus instituciones más valiosas, como la Iglesia Católica, frente a la amenaza de sus enemigos: los liberales herejes. Entretanto, los académicos de izquierda veían en las acciones del Libertador un mal necesario para vencer a los oligarcas regionales y dueños de la tierra que impedían una revolución en el país.

En la política, la decisión de anular cualquier cuestionamiento ha sido más deliberada y evidente. Por ejemplo, los hechos de la toma del Palacio de Justicia (1985) se han ido aclarando con el tiempo, pero todavía hay desaparecidos y muchas preguntas. El presidente Belisario Betancur pidió disculpas públicas sin aclarar la razón y tiempo después murió sin mácula alguna en su imagen. Por el contrario, fue aplaudido como un expresidente que supo retirarse de la política a tiempo. Ni siquiera la lucha de muchos años emprendida por los familiares de las víctimas, que incluso llevó a una condena al Estado en un tribunal internacional, abrió un espacio al debate público sobre el nombre de Betancur.

Uno de sus escuderos, el octogenario exservidor público Jaime Castro (aún vivo), diría en un consejo de ministros después de la toma lo siguiente: “Se deben evitar los entierros con manifestaciones, que lo ideal sería inhumarlos en la fosa común, previo el cumplimiento de todos los requisitos que ordena la ley” (tomado de la obra recomendada Mi vida y el palacio de Helena Uran Bidegain). Castro, al igual que otros “grandes hombres”, ha ocupado desde ministerios hasta la Alcaldía de Bogotá, pero su nombre siempre es encumbrado por ser un experto del derecho administrativo. Una vez más, el espacio para cuestionar la vida de un hombre al servicio del Estado y conocedor de él está prohibido.

La tesis de la lucha entre “buenos y malos” y de “grandes hombres” tiene cabida en el análisis de la vida y obra de Carlos Holmes Trujillo. A una semana de su muerte, nadie podría negar los logros que tuvo como primer alcalde electo popularmente de Cali, o el hecho de haber sido el arquitecto del voto programático como constituyente en 1991, pero su último tramo de vida, tal como ocurrió con la última dictadura de Bolívar, deja mucho que pensar. Días después de que se destapara el escándalo por el manejo dado a los casos de abuso sexual perpetrado por miembros de la fuerza pública en 2020, Trujillo salió a decir públicamente y en un tono desafiante para quienes han sido víctimas de tales abusos, que se sentía “muy orgulloso de cada militar y cada policía”.

Mucho se podría decir también de su papel en los más recientes paros nacionales, en los que una y otra vez escuchamos sus disculpas por los excesos de la policía, al tiempo que esta cometía un sinnúmero de abusos en contra de la ciudadanía, a quien disparó indiscriminadamente, golpeó y vilipendió ante las cámaras de video y los celulares de colombianos valientes. Todo indicaba que de puertas para afuera, el ministro era uno, pero dirigiendo su cartera se comportaba de otro modo. Ni hablar de la doble vía con la que actuó ante el proceso de paz, diciendo en 2015 que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) no era necesaria sino que se debía ajustar Justicia y Paz, en contraste a su conversación luego como canciller con el secretario general de la ONU, a quien dijo diplomáticamente que las objeciones a la JEP eran una forma de fortalecerla.

No es con el ánimo de ofender la memoria de nadie, pero el hecho de ser “grandes hombres”, esto es, una suerte de hombres forjadores del Estado y servidores, no los exime de ser sujetos del escrutinio público y eso es algo que personajes que también son “grandes hombres”, como Humberto de la Calle o Juan Manuel Santos, deberían tener en cuenta en sus análisis cuando estas figuras mueren. Lo mismo aplica para la prensa, que no echa mano a una visión más crítica de la historia y la memoria. En la academia se vislumbran algunos avances en este frente, pero lo más importante es no caer en este lugar común de los “grandes hombres” y el olvido.

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