La semana pasada, en prosa envilecida por la urgencia, utilicé a la ligera el vocablo trisección en referencia a las tres principales corrientes de la oposición no alineada al nicochavismo. No lo asocié entonces a la trisección del ángulo, uno de los tres problemas clásicos de la geometría plana, tenidos como imposibles de solucionar regla y compás mediante —los otros son la cuadratura del círculo y la duplicación del cubo—. No me extenderé detallando los entresijos de la impossibilia, pues, no pretendo impartir lecciones de matemáticas desde esta columna y mucho menos arrinconar al lector en el callejón sin salida de los acertijos irresolubles. Si aparecen aquí las pedantemente llamadas ciencias exactas —ninguna disciplina lo es strictu sensu ni puede presumir de total e incuestionable certidumbre y precisión —es a título metafórico, pues sin la necesidad de escuadras, tiralíneas y otros  instrumentos de dibujo, el madurato logró trisecar el ángulo opuesto a sus dictados y, fiel al Divide et impera atribuido a Julio César y endilgado, entre otras figuras de lustre y autoridad, a Nicolás Maquiavelo y Napoleón Bonaparte —el florentino no lo asentó en El príncipe y si el corso lo usó, no confiscó su  autoría—,  consiguió reducir a apacible brisa los vientos de cambio que en un momento dado amenazaron con transformarse en huracán de grado 5 en la escala Saffir-Simpson. Hoy, las cosas no lucen muy bien para ninguno de los disminuidos trozos de las fuerzas (¿?) contrarias al régimen, carentes, al parecer, de estrategias orientadas a la concertación y a procurar, en lo inmediato, un cambio de timón y rumbo en la conducción del país. ¿Habrán escuchado sus operadores alguna vez la trillada frase «la unión hace la fuerza», lema de varios escudos nacionales (Bélgica, Bulgaria, Bolivia), incluida por la Real Academia Española en su repertorio paremiológico?

Hasta hace pocos días albergaba la quimérica ilusión de una convergencia tripartita. Especulé o aluciné con un gobierno colectivo de transición; no un remedo del cronométrico consejo federal helvético —¡no somos suizos!, exclamó a grito en el cielo Manuelito Peñalver (†), ex secretario general de Acción Democrática, cuando la Comisión para la Reforma del Estado, Copre, sometió a su consideración un proyecto de reforma tributaria, ¡cu-cu!—, y tampoco del blanco y colorado Consejo Nacional de Gobierno del Uruguay (1952-1963); no, un triunvirato a la venezolana, tal los designados en 1811 y 1812, en plena gestación de la independencia, por el primer Congreso Nacional de la recién parida República, inicialmente llamada Confederación Americana de Venezuela —el primero lo conformaron Cristóbal Mendoza, Baltazar Padrón y Juan de Escalona; el segundo, Francisco Espejo, Fernando Rodríguez del Toro y Francisco Javier Ustáriz. No podía recaer sobre un solo hombre la ardua tarea de organizar un Estado desde cero y por ello se la confió a un cuerpo colegiado—. Mirémonos en ese espejo porque tampoco es cosa de soplar y hacer botellas revertir el inmenso daño causado a nuestro país durante 21 años de incompetencia, expolio, corrupción, destrucción institucional, y derrumbe moral.

No es posible ni deseable volver a la Venezuela prechavista y a las prácticas políticas causantes en buena medida de la debacle presente.  Porque una cosa es hacer realpolitik y otra muy distinta hacer real con la política. Queda en manos de la generación emergente —López, Capriles, Machado y compañía— asumir la dirección del cambio; sin embargo, para esos (no tan) jóvenes, las dos décadas de involución bolivariana han sido una prolongada etapa de ensayos y errores, de formación o, si se quiere, de educación sentimental y añejamiento sin solera. Quien los ve, presas de egocentrismo —enfermedad infantil de la contra democrática tan nefasta como la covid-19—, arrimando cada quien el ascua a su sardina, con el inocultable propósito de aprovechar el desliz ajeno en beneficio de sus apuestas, pensará: envejecieron, sí; mas no maduraron. De haberlo hecho no estaría la oposición fracturada en tres toletes, y padeciendo una seria crisis de avenimiento, la peor y más perniciosa de los últimos 20 años. Ante esta contingencia solo cabe preguntarse ¿qué hacer? La interrogante debe estar orbitando las cabezas de los triunviros de mi delirio, quienes además de ejercer la política de acuerdo con el pragmático proceder de Bismarck —partiendo de hechos concretos y circunstancias específicas, sin aferrarse a reparos éticos y escrúpulos ideológicos—, deberían darse un pequeño baño de leninismo.

¿Qué hacer? tituló Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, uno de sus más conocidos y lúcidos análisis políticos —apropiándose, nos informa el Dr. Google, del nombre de una popular novela de Nikolài Chernishevski, de gran influencia entre los contemporáneos del líder bolchevique. En él sienta las bases organizativas de un partido vanguardia de la revolución y de la estrategia para movilizar y guiar a las masas hacia la consecución del poder. No es pertinente copiar el modelo leninista, causante, entre otros males, de la división del Partido Obrero Social Demócrata Ruso. No necesitamos ni queremos restar y dividir. Se impone sumar y multiplicar. Ha pasado mucho tiempo y Venezuela no es Rusia ni se le parece —¡a Dios gracias!, exclamaría una beata—; estimamos conveniente, eso sí, inspirarse en el ejemplo leninista, con un diáfano designio: elaborar un programa de acción a corto plazo, capaz de convencer a los venezolanos de la importancia de la unidad ante la toma del poder e,  igualmente y a pesar de la pandemia,  de la obligación de  vencer el miedo —«El  denominador común de las dictaduras es el terrorismo de Estado y su derivación, el miedo» (Teodoro Petkoff, El chavismo como problema, 2010)—. Para dar contenido a nuestro propio ¿Qué hacer?, y a su consecuente ¿cómo proceder?, pareciera ineludible determinar qué, además del temor, contiene la rabia de la ciudadanía y le impide insurgir contra la iniquidad de una ordinaria dictadura castrense que conculca sus derechos y la sume en la miseria —¿resignación, indiferencia, falta de liderazgo?—; así, tal vez, no nos quedaríamos en casa cual Isabel viendo llover en Macondo, aguardando un aleatorio y apocalíptico estallido social, o la invasión anhelada por entusiastas del deus ex machina, equivalente a la providencial aparición de la caballería, dispuesta a masacrar pieles rojas y preservar el cuero cabelludo del muchacho y la muchacha en una película de vaqueros.

El ¿Qué hacer? de Capriles puede resumirse en 6 palabras: «poner el pie en la rendijita», es decir, recoger el guante de la polarización lanzado por Maduro y sumarse a los extras y rellenos de la comparsa sufragista, sin pedir mucho a cambio, más allá de una improbable prórroga, petición con mucho de saludo a la bandera porque el régimen no puede darse el lujo de llegar al 4 de enero sin su asamblea de utilería; empero, soplan vientos a favor de su wishful thinking: de seguir el coronavirus su curva ascendente, se aplazará sine die la escenificación del sainete —La Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales presentó el miércoles un nuevo informe sobre la situación del covid-19 en Venezuela y advirtió que en el mes de diciembre podrían llegar a 14.000  los contagios diarios—.

El ¿Qué hacer? de María Corina lo componen un cabalístico abracadabra y un pase de manos, nada por aquí, nada por allá, a ver si se materializa, como el genio de la lámpara de Aladino, su OPE para opas —los aficionados a los crucigramas conocen muy bien el significado de este vocablo—, y aparecen en nuestras playas contingentes de U. S. marines, evitándole el salir a las calles para derrocar a la dictadura más brutal de América Latina, tal reclama en sus Insumas para el debate el analista Andrés Oppenheimer, tenido por la revista Foreign Policy como uno de los 50 intelectuales más influyentes de la región (El fin de las «Soluciones Mágicas» en Venezuela, El Nuevo Herald, 04/09/2020). Quizá la dama de hierro no lo ha leído. Si lo hizo, no se ha dado por enterada.l

¿Y el de Guaidó? El joven y audaz diputado sigue con el bacalao del interinato al hombro y es el único del trio discordante enfrascado en un quijotesco esfuerzo por concertar un acuerdo en torno a un ¿Qué hacer? —Pacto Unitario por la Libertad—, explicitado en 8 puntos debatidos y suscritos por 27 partidos políticos y unas 100 organizaciones representativas de la sociedad civil. Tal vez no sea mucho, pero peor son la nada de la doña y el yo también con si condicional de Henrique. En abril de 1812, al caer la primera república, el Congreso se disolvió y nombró dictador y jefe supremo de Venezuela con el rango de generalísimo a Francisco de Miranda. Al aceptar los cargos y el grado, expresó: «Voy a presidir los funerales de Venezuela». Ojalá ninguno de los concernidos en esta reláfica con más o menos de lo mismo y el desaliño de costumbre funja de sepulturero de las esperanzas.

 


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