En el imaginario colectivo, el término estadista” suele evocar la probidad y el talante cívico de prominentes figuras históricas, personajes de la talla de Abraham Lincoln, Winston Churchill, Nelson Mandela y Adolfo Suárez, entre otros. Y en el ámbito venezolano, inmediatamente se nos vienen a la mente destacados prohombres como don Rómulo Betancourt y el doctor Rafael Caldera: nuestros padres de la democracia.

El término nos lleva a pensar, ipso facto, en gobernantes que supieron sortear las dificultades de su tiempo; líderes que lucharon denodadamente por mantener y fortalecer la unidad, estabilidad y concordia de sus naciones en medio de turbulentos procesos históricos; hombres y mujeres de Estado, que cimentaron o apuntalaron las bases estructurales de sus sistemas políticos, y que fueron capaces de guiar a sus naciones por la senda del bien común, sin perder la mirada en las generaciones futuras.

La imagen idealizada de un estadista termina equivaliendo, entonces, a una especie de Pater familiae nationalis: un líder que, a pesar de las circunstancias que pudieran amenazar la estabilidad de la polis a la que pertenece; sabrá y podrá gestionar eficientemente el Estado, promoviendo y generando condiciones necesarias para la gobernabilidad y el bienestar general; erigiéndose, por ello, en persona de la más alta confiabilidad en el manejo y representación del interés nacional, así como en paradigma de civismo, modelo para sus conciudadanos.

De tal manera, en el agreste campo de la moral política, y casi que de manera hagiográfica, a un estadista tendemos a concebirlo como una insigne persona de bien; alguien que no solo es profundo conocedor de los asuntos de Estado, sino que, al mismo tiempo, es poseedor de una notable elevación intelectual y moral, así como de una sabiduría que le permite discernir lo que es oportuno y conveniente para su país; superando, con creces, la visión generalmente cortoplacista –y a veces necia– de los gobernantes comunes, y también las mezquindades habitualmente presentes en los sectarismos político-partidistas. Así, un estadista es visto como una persona virtuosa cuyo señorío de sí misma le hace capaz de dominar sus propias apetencias personales, posicionándose como eficiente y sabio ductor del bien común intergeneracional.

Y es que el término estadista viene de Estado, siendo que este (el Estado) es precisamente un instrumento de la civilización, una institución organizada y dispuesta para la procura del bien común de la sociedad, de la nación; razón por la que, a priori, puede lucirnos contra natura la existencia de un estadista que procure el mal, que llegue a planificarlo y a gestionarlo como eje transversal de su vida pública y de sus servicios como hombre de Estado.

No obstante, el referido vocablo es definido por la Real Academia Española, la RAE, simplemente, como “persona con gran saber y experiencia en los asuntos del Estado”; así, sin más, sin referencia a elemento axiológico alguno, sin que la valoración del bien aparezca como dato característico, ni mucho menos como virtud de necesaria práctica para alcanzar la condición de tal.

Semánticamente, queda claro, entonces, que un estadista no siempre es una persona de bien; razón por la que cabe admitir la existencia de hombres y mujeres conocedores y dedicados a los asuntos de Estado (estadistas), cuya conducta esté abiertamente reñida con el bien; no solo en la dimensión personal de este –por carencia de valores y ser ajeno a la práctica de virtudes humanas y ciudadanas como la justeza, la honestidad, la probidad, la empatía y el respeto por el otro– sino que también lo esté en su dimensión social, esto es, en el ámbito del bien común: en la procura del bien para la generalidad de sus conciudadanos.

En Venezuela, la casta política encabezada por Hugo Chávez, y cuyo liderazgo este, in articulo mortis, legara a Nicolás Maduro; es claro ejemplo de lo planteado. El liderazgo del denominado socialismo del siglo XXI constituye un grupo de personas que, por haber ocupado ininterrumpidamente los más altos cargos de la República durante las dos últimas décadas, han llegado a alcanzar un privilegiado conocimiento de los asuntos del Estado venezolano, y una sin igual experiencia en el manejo de este; lo que –apegándonos estrictamente a la definición de la RAE– les hace granjearse el apelativo de “estadistas”.

Prueba de ello es que a estos sujetos podemos observarlos cómodos, confiados, sobreseguros en sus performances al frente de ministerios, embajadas y magistraturas; y hasta podemos percibirlos con particular desenvoltura en sus intervenciones ante los organismos internacionales. Estas personas se muestran hábiles en el manejo de los tecnicismos jurídico-formales requeridos para el funcionamiento de los distintos poderes públicos; tecnicismos estos que, con notable agilidad, saben utilizar para sancionar leyes, emitir decretos, dictar sentencias, elaborar y ejecutar presupuestos públicos, etc. En fin: saben manejar –manipular– las formalidades del Estado, cual maleable arcilla en manos de veterano alfarero. Son auténticos estadistas, al margen de todo juicio de valor acerca de sus intenciones y de los resultados de su gestión pública.

Los estadistas del socialismo del siglo XXI saben lo que hacen con la República; conocen los intríngulis y vericuetos del Estado venezolano, cuyo ordenamiento jurídico ellos mismos confeccionaron como traje a la medida del difunto dictador, a quien han heredado en sus intenciones de gobernar “hasta el dos mil siempre”.

En el manejo de la República, esta casta de estadistas no son niños –y mucho menos de pecho–. Y si en algún momento llegaran a parecerlo, es solo de manera simulada, para generar esa subestimación con la que el liderazgo opositor les ha favorecido por tantos años; mientras que ellos aprovechan cada oportunidad para, con morbo, exhibirnos su absoluto control del aparato del Estado, con el mismo grado de destreza con la que un niño manipula su consola de videojuegos.

Estos personajes no solo conocen en detalle la estructura y funcionamiento del Estado venezolano, sino que también saben exhibir ese privilegiado conocimiento ante cámaras y micrófonos, cuyo inefable dominio han adquirido a lo largo de los años. No en balde son la casta que, hegemónicamente, ha ocupado el poder desde 1999.

No obstante –y sin entrar a considerar sobre sus ampliamente conocidos y documentados vicios personales (ámbito del bien en su dimensión individual)–, dicha generación de hombres y mujeres de Estado constituye un claro ejemplo de lo que es el empleo del conocimiento y experiencia estatal para fines abyectos, diametralmente opuestos al bien común. Son una generación que ha logrado organizarse para alcanzar –como en efecto han alcanzando– el poder absoluto de la República, con meros fines de dominación, de placer por el poder en sí mismo y, por tanto, capaz de cometer impúdicos fraudes electorales y hasta llegar al genocidio para mantenerse en la usurpación. Son una generación de líderes políticos, caracterizada por una insaciable concupiscencia por el tener; lo que los ha llevado a incursionar en el crimen organizado nacional e internacional, dominando vastas redes de corrupción, narcotráfico y lavado de dinero; valiéndose para ello del aparato estatal venezolano.

Esta perniciosa generación de personeros del Estado que, muy acertadamente, fuera calificada como “la peste del siglo XXI; es en tal grado contraria al bien común, que ha sido capaz de elaborar sistemáticas políticas públicas para hacer daño intencional a determinados sectores de la sociedad, sin importarles los daños colaterales hasta para sus propios adeptos.

Su dolo y desviación de poder en el manejo de la cosa pública ha sido tal, que Aristóbulo Istúriz: uno de los más conocidos ministros de Chávez y Maduro –y una especie de apóstata de la democracia– ha llegado a confesar, públicamente, que el férreo y altamente nocivo control cambiario establecido en Venezuela desde 2003 no ha tenido una finalidad económico-financiera, de estabilización monetaria por el bien del país; sino que lo que realmente ha perseguido es golpear y perjudicar al empresariado opositor. Es decir, el quid de esta medida ha sido el deseo y la procura del mal a un sector determinado de la sociedad (mal en hipótesis de dolo); sin advertir que sus efectos deprimirían la economía del país (mal en hipótesis de impericia); y mucho menos permitiéndose detener dicha medida antes de que lograra la total devastación del aparato productivo venezolano (mal en hipótesis de omisión o negligencia).

Héctor Rodríguez, de los más jóvenes personeros del chavismo-madurismo y, a la sazón, ministro de Educación; en otra prueba de lo que es el diseño y ejecución de políticas públicas divorciadas del bien, llegó a expresar que los programas educativos del “gobierno bolivariano” no podían terminar haciendo que los pobres salieran de la pobreza, para que luego se hicieran de clase media y, con ello, pasaran a ser «escuálidos» (entiéndase: opositores al régimen).

Estos estadistas se han propuesto y han logrado legislar, sentenciar, así como planificar y ejecutar acciones de gobierno, con objetivos siniestros como acallar y negar la verdad; criminalizar conductas auténticamente cívicas, apresar a miles de inocentes, inducir la hambruna generalizada como instrumento para la sumisión del pueblo; arruinar la empresa privada para que sus dádivas como agentes del sector público sean la única posibilidad de subsistencia de una población famélica; conformar grupos paramilitares para el control social al margen de toda Ley; así como constituir cuerpos policiales para el exterminio (la FAES), cuya indumentaria –por demás– ha incluido el uso de macabras máscaras de calavera para, con su sola presencia, generar miedo en la población. Maldad acompañada de fealdad, antiética ataviada de antiestética.

El grado de maldad ha sido tal que entre sus tropelías se encuentra el haberse atrevido a planificar, ejecutar y hasta confesar que han apostado francotiradores en las azoteas de los edificios caraqueños, para hacer una especie de juego de “tiro al blanco” con las cabezas de los manifestantes opositores al régimen.

Para la historia universal, y esperando castigo de la justicia penal internacional, quedan, entre tantas otras fechorías, las infelices palabras de Roy Chaderton: alto personero del régimen, quien fuera ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Hugo Chávez, y su representante permanente en la Organización de Estados Americanos; el cual, ante las cámaras de la televisora del Estado venezolano, se atrevió a afirmar, cínicamente, que las balas de los francotiradores del régimen atravesaban con facilidad la cabeza de los opositores, porque sus bóvedas craneanas –a diferencia de las de los chavistas- eran huecas, carentes de contenido; y que, por ello, el sonido de la balas que les impactaban era el de un mero chasquido.

Esta es la nefasta clase de estadistas que, por veinte años, han dirigido los destinos de Venezuela; una generación de hombres y mujeres de Estado tan íntimamente vinculados al mal, que –unas veces por acción y las otras por omisión– han logrado arrasar todo bienestar material, moral y espiritual en nuestro país; dejándolo en auténticas ruinas.

Entre el odio y la ignorancia los han conducido a hacer el mal que han querido, y también a dejar de hacer el bien que han podido. Y por sus frutos hoy los conocemos: son auténticos estadistas del mal.

 


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