Que no lo digo yo, lo hace nada más y nada menos que el New York Times, sorprendiendo con el anacronismo de tratar la temática racial de esta manera. En septiembre ese diario publicó una lista de los hombres más influyentes de su país y por extensión, del mundo, en donde se concluía que 80% de ellos eran de raza blanca, sin embargo, no incluía a algunos blancos peninsulares, pero sí a algunos individuos del Oriente Medio. No fue hasta días después que algún español se dio cuenta de ese craso “error” y se publicó una nota en el periódico ABC de España, que desató innumerables comentarios, la mayoría de ellos expresando indignación. El artículo original del NYT aclara en sus notas que el término “hispano” que utiliza “se refiere a personas de origen o cultura española o portuguesa, independientemente de su raza”.

Si para los españoles aquello fue una sorpresa, qué decir de los millones de hispanoparlantes a quienes, desde la infancia, nos inculcaron que nuestros países fueron conquistados y colonizados por blancos españoles, de quienes por consiguiente descendemos. Si alguno de nosotros guardaba la esperanza de considerarse blanco, bueno, no más. Además, tal aseveración también suponía una bofetada a nuestro rico y bello mestizaje racial y cultural que derivaba de aquella mezcla de lo blanco, lo indígena y lo negro. Pero, es que acaso, con aquella afirmación, ¿se acababa con ese centenario concepto? Durante la Colonia, en las Américas, y en Venezuela en particular, existía todo un complejo sistema de castas, donde en lo más alto de la pirámide se encontraban los blancos, seguidos por la gente de color o pardos libres, que eran de ascendencia mezclada de las tres etnias principales (blanco, negro e indio) o negra y los indios. Por último, estaban los esclavos, que podían ser negros o pardos (determinaba su posición nacer de madre esclava).

No todos los blancos eran iguales ni tenían los mismos privilegios. En orden de importancia estaban los peninsulares, aquellos que habían nacido en España; los criollos, descendientes de los primeros conquistadores y de los altos funcionarios de la monarquía (donde se incluía a los mantuanos) y, finalmente, los blancos de orilla, los de las Islas Canarias. No todo era tan sencillo, el poder ejercido por los mantuanos desde el Cabildo era tal que los mismos españoles se quejaban al rey, con cierta frecuencia, de la actitud arrogante de los criollos. Para tener una idea de lo difícil de ascender en lo social, en 1769 se rechazó el ingreso de Sebastián Miranda (padre de Francisco de Miranda) como oficial al batallón de blancos de Caracas, por ser un simple mercader isleño.

Los pardos, sin embargo, aprovechando la necesidad económica por la que pasaba la monarquía borbónica a finales del siglo XVIII, promulgando la Real Cédula de Gracias al Sacar en la que se permitía la dispensa de la condición de pardo, a cambio de una tarifa pecuniaria, se igualaban a los blancos. O, en otras palabras, pasando por encima de la tan odiosa “limpieza de sangre”, compraban la condición de blancos. Cabe aclarar que, en las Américas, aquel certificado de limpieza no significaba únicamente, como en la península, descender exclusivamente de cristianos y no tener sangre de moros, judíos o herejes, significaba también pureza en lo blanco. No deja de resultar irónico ver como tantos latinoamericanos, siglos después, buscan desesperadamente una limpieza en reverso, buscando sus orígenes sefardíes para obtener la ciudadanía española. Así mismo, no deja de ser curioso ver como medios estadounidenses se excusan en el origen hispano del apellido para no clasificarlo como blanco. ¿Es que acaso no se pueden ser las dos cosas a la vez? ¿Ser de origen hispánico y de raza blanca?

Es por ello que no puedo dejar de estar de acuerdo con René Flores, sociólogo de la Universidad de Chicago, quien, según la nota de ABC, se da cuenta del “error” de no incluir a los peninsulares como blancos en aquella lista del NYT, quien escribe que “Este es un buen ejemplo de cómo los límites de lo blanco, junto con el resto de categorías raciales, cambian con el tiempo y son moldeados por factores sociales y políticos”.

Descendiente de fenicios, italianos, españoles y ciertamente de criollos, ¿soy blanco? Después de haber leído el artículo del NYT no lo sé, pero la verdad es que me tiene sin cuidado. En pleno siglo XXI, cuando las barreras económicas, culturales y sociales ya no deberían de existir, cuando el asunto de la raza es tan necio que es desestimado por el propio virus, seguimos perdiendo tiempo en discusiones bizantinas.

En fin, en la vida no todo es blanco o negro, también puede ser pardo, como los gatos en la noche…


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