Desde hace cuatro años, aproximadamente, viene produciéndose un fenómeno: por las redes circulan videos en los que se ven a miembros de las milicias mientras realizan concentraciones y entrenamientos. En la inmensa mayoría de los casos se trata de personas que no tienen las capacidades físicas para las tareas que les asignan: o se desplazan lastradas por el sobrepeso o son personas de edad avanzada o no tienen la flexibilidad corporal que demandan ejercicios de carácter militar. En esas escenas, además, los milicianos no están uniformados y si lo están, aparecen con ropajes inadecuados. Desfilan con fusiles viejos o armas de utilería. Les graban repitiendo órdenes y consignas absurdas. Se les ve arrastrándose, saltando entre obstáculos, trotando con dificultad o simulando que disparan a un blanco inexistente.

Estas imágenes, a menudo, causan perplejidad, burla y dan pábulo a memes y chistes. En las redes sociales, muchos usuarios se preguntan, a veces con sorna, si esos serán los soldados con que el narcorrégimen enfrentaría algún supuesto ataque de un también supuesto enemigo. Lo curioso de todo este asunto es que son los propios organizadores de estas prácticas bufas los que las graban y fotografían, y las ponen en circulación. ¿Cómo explicar esta especie de antipropaganda?

La primera cuestión que hay que considerar es de carácter político-moral: hay un evidente y descarado uso de la credulidad de esas personas. Se les engaña con vileza o les ofrecen algún alimento que compense el esfuerzo. Se les hace creer que, ante un supuesto enemigo, podrían cumplir una actuación defensiva u ofensiva con alguna significación. Resulta patético que, en tiempos en los que la preparación militar es tan exigente y sofisticada –solo comparable a la que reciben los atletas de alto rendimiento–, se estafe a estas personas y, todavía peor, se las exponga al escarnio público, todo ello para sugerir que hay un pueblo verdaderamente comprometido con el narcorrégimen de Maduro.

¿Quién es el público al que van dirigidas estas exhibiciones de precariedad y hasta de comicidad? El público somos nosotros, los ciudadanos de la oposición democrática. Se nos quiere convencer de que las milicias no son más que grupos de obedientes que protagonizan escenificaciones burdas y carentes de verdadero peligro.

Lo fundamental, más allá de alguna utilidad puntual, como la de ser conducidos como relleno de actos políticos o marchas contra el imperialismo (no el ruso ni el chino), es que las milicias son una fachada. Una especie de anzuelo. Tal como lo ha sugerido la periodista Sebastiana Barráez, hay milicianos militarmente competentes –que no vemos– y grupos irregulares –que tampoco vemos– que están entrenándose, para así sumarse a los distintos ejércitos de Maduro.

Al contrario de lo que sugiere la antipropaganda, los ejércitos de Maduro son peligrosos. Extremadamente peligrosos. El primero de ellos, grupo en expansión, el Ejército de Liberación Nacional, ha dejado de ser una organización netamente colombiana, para convertirse en un cuerpo armado colombo-venezolano, cada vez con un mayor número de miembros reclutados en nuestro país. Jeremy McDermott, especialista del equipo de InsightCrime, publicó el pasado 22 de enero un informe sobre las principales organizaciones delictivas de América Latina. En su análisis, luego de revisar diez variables (estructura, liderazgo central, identidad, poderío económico, penetración del Estado, amenazas o ejercicio de la violencia, números y capacidad militar, alianzas criminales, influencia territorial y gobernanza criminal, y longevidad), califica al ELN como “la agrupación criminal más poderosa de Latinoamérica por su expansión en toda Colombia y en Venezuela y por su mayor participación en el tráfico de drogas”. Ese poderío, ahora potenciado por su participación directa en las operaciones mineras al sur de Venezuela, lo fortalecen todavía más. La prueba inequívoca de lo que sugiero son las imágenes, quizás uno de los mayores ultrajes a la soberanía nacional autorizados por el ministro de la Defensa, en las que miembros del ELN aparecen patrullando una zona de la frontera venezolana en compañía de miembros de las fuerzas armadas.

Al núcleo duro de las milicias y al ELN habría que sumar cuatro ejércitos más, cuya letalidad ha sido ya demostrada una y otra vez, en la forma de ejecuciones sumarias, torturas, secuestro y asesinato de presos políticos: la Fuerza de Acciones Especiales, FAES; el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional, Sebin; la Policía Nacional Bolivariana, PNB; y la Dirección General de Contrainteligencia Militar, Dgcim. Todos cuerpos entrenados y armados, pero, sobre todo, supervisados por expertos de Rusia y Cuba, muchos de ellos ideologizados y, cuestión fundamental, muchos de ellos dedicados a actividades delincuenciales paralelas, que realizan con la impunidad y protección que les otorgan sus acreditaciones.

Y hay más: están las numerosas bandas de paramilitares que se hacen llamar colectivos, distribuidas en más de 46 ciudades del país, que actúan, con frecuencia cada vez más descarada, en operaciones coordinadas con la Guardia Nacional Bolivariana y la Policía Nacional Bolivariana, como ocurrió recientemente en los ataques ejecutados en contra de diputados de la legítima Asamblea Nacional y el presidente Juan Guaidó Márquez. A esto hay que agregar los equipos de guardaespaldas (en la mayoría de los casos, subunidades de los llamados colectivos), las células de Hezbolá, los paramilitares dedicados al contrabando en las regiones occidental y sur del país, los operadores del narcotráfico, cuyo armamento, en los informes de los expertos, es de una potencia que supera a los de cualquier cuerpo policial.

Dicho todo esto: ¿podemos seguir desconociendo el peligro que subyace detrás de la charada pública de las milicias?


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