Biden putin
Foto: Brendan Smialowski / AFP

La OTAN tiene este jueves en Bruselas una reunión cumbre de jefes de Estado a la que asistirá el presidente de Estados Unidos, Joseph Biden. La reunión se produce en un momento en el que la guerra en Ucrania ha llevado casi al máximo la disyuntiva de cómo presionar más a Putin para que cesen las masacres en territorio ucraniano, sin que la acción bélica se desborde hacia otros países y se corra el riesgo de que se produzca una conflagración nuclear.

El dilema ha estado presente desde antes de la invasión a Ucrania, cuando Putin apertrechó unos 150.000 soldados en la frontera con ese país y Estados Unidos y sus aliados europeos empezaron a sonar las alarmas. Se trataba de un acto de agresión injustificado de Rusia contra una democracia en territorio europeo, un escalamiento desde la toma de Crimea y la región del Donbás de 2014.

El dilema de ahora se acentúa no solo porque Putin invadió, sino que debido a la resistencia de los ucranianos, no ha podido lograr los objetivos que había previsto en el corto plazo, y en consecuencia ha empezado a emplear lo que ya es una táctica militar tradicional rusa: masacrar civiles, como lo practicó en Chechenia y en Siria, para doblegar a sus enemigos. Putin también ha asegurado que efectuó un par de bombardeos con misiles hipersónicos, como queriendo decir que está dispuesto a experimentar con armas más letales, e igualmente anunció que había puesto en estado de alerta a su arsenal nuclear, para intentar atemorizar al mundo occidental.

Además de imponer sanciones económicas sin precedentes para un país del tamaño de Rusia, Estados Unidos y la OTAN han tratado de frenar la invasión proporcionando a Ucrania armamento defensivo para derribar aviones y helicópteros, y destruir sus tanques. Hay quienes sostienen que el nivel de apoyo militar actual ha debido haber comenzado antes de la incursión rusa en territorio ucraniano, al igual que las sanciones económicas. Pero el asunto tiene varias aristas.

Políticamente, la importancia de enfrentar a los autócratas donde estén, que ahora Putin ha evidenciado como necesaria, no se había hecho lo suficientemente consciente entre los líderes democráticos del mundo. Basta apuntar a lo que ahora se ve como un “pelón” de Ángela Merkel de avalar la construcción del famoso gasoducto de Rusia hasta Alemania, que el nuevo gobierno alemán suspendió como consecuencia de esta guerra. O la confianza que aún prevalece en la sociedad estadounidense en que los “modales” democráticos, las normas implícitas no escritas, son suficientes para salvaguardar la institucionalidad en Estados Unidos, normas y modales que Trump y ahora el trumpismo (el gobernador de Florida y algunos senadores, diputados y líderes regionales republicanos de estados clave) han intentado derruir.

La actuación de Biden en todo esto debe analizarse dentro de ese contexto. Hasta antes de la invasión a Ucrania, la polarización política en Estados Unidos estaba en su pico. Cierto que la ausencia de Trump en las redes sociales, la pérdida de las elecciones por su pésimo manejo de la pandemia y el correr del tiempo parecían haberle reducido su influencia. Pero el trumpismo no desapareció. Más bien aumentó. Una variedad de dirigentes republicanos lo han mantenido vivo para complacer a la mayoría de simpatizantes republicanos que votarían por Trump. La rebeldía trumpista contra el uso de las mascarillas por covid, por ejemplo, se desvaneció solo después que varios gobernadores demócratas se transaron por levantar la obligatoriedad del uso en sus estados. El ataque a las juntas escolares locales por permitir libros en las escuelas donde se hable de la historia del racismo ha persistido. Una caravana de camiones y gandolas que salió en febrero desde California ha estado rodando alrededor de Washington desde principios de este mes, como protesta por las acciones oficiales para mitigar la propagación de covid, imitando a los gandoleros que paralizaron Otawa por la misma causa durante varios días. Dado el notable levantamiento de las restricciones de mitigación y que han bajado significativamente los niveles de infección, hospitalización y muertes por el virus, la protesta de los camioneros perdió un poco de sentido, pero éstos siguen dándole vueltas a la autopista que rodea a la capital norteamericana protestando ahora por una supuesta ausencia de libertades, que incluye a todas las teorías conspirativas auspiciadas por Trump, sus acólitos y extremistas de derecha por las redes sociales.

Ese es el ambiente que tuvo Biden cuando dio su discurso en el Congreso el 1° de marzo por el Estado de la Unión. Salvo la primera ley de ayuda por la pandemia, difícil de negar en los primeros días de la nueva administración, y una nueva ley para mejorar la infraestructura del país, algo que no se hacía desde la época de Eisenhower, los republicanos en el Congreso le habían negado al presidente cualquier otra iniciativa. Por otra parte, ya estaban culpando a Biden por la inflación y por los aumentos del precio de la gasolina, fuertemente influenciados por más de dos años de pandemia que han afectado el comercio global y que en Estados Unidos se han visto compensados por una mejora sostenida de los otros indicadores de crecimiento de  la economía y por un incremento sustancial del índice de empleo.

Ucrania ya había sido invadida por Rusia el 1° de marzo y, sin embargo, Biden no hizo énfasis en su discurso sobre los posibles sacrificios que tendría que hacer el país por su apoyo a Ucrania, quizás por el ambiente aún polarizante que existía en la nación. El coraje del pueblo ucraniano y de su presidente en resistir la cruda invasión fue lo que sensibilizó a los republicanos y a los ciudadanos en general para casi exigirle al gobierno que impusiera una prohibición de comprar petróleo a Rusia, así ello contribuyera a un aumento mayor del precio de los combustibles.

Biden también encontró antes de la invasión a Ucrania a una OTAN debilitada, susceptible de divisiones, por la política que su predecesor practicó de menoscabo y desprecio por la vieja alianza militar. De nuevo, la poco esperada reacción de los ucranianos ante la invasión rusa, y por supuesto, la efectividad del armamento defensivo que le proporcionaron los aliados occidentales, también estimuló la unidad de los miembros de la OTAN. Pero a Biden le tocó fajarse al principio por mantener la unidad de la alianza de la cual su país es líder.

El estado de la guerra actualmente es el del avance incontenible de la masacre, con Putin bombardeando hospitales, maternidades y refugios llenos de mujeres y niños, y reduciendo a escombros ciudades donde la ocupación ha tenido un relativo éxito, como es el caso de Mariúpol, donde, por cierto, casi toda la población es ruso parlante, el tipo de población que Putin dice defender de un genocidio en Ucrania, hoy día sin electricidad, agua, suministros alimenticios y comunicación telefónica, y obligada a salir hacia Rusia por las tropas invasoras.

La resistencia continúa y no se sabe cuánto durará ni cuánto costará en vidas humanas. La crueldad de Putin contra Ucrania es la de un líder que está dispuesto a ganar la guerra a como dé lugar, aun con el mundo en contra.

Durante el fin de semana, el funcionario de la Casa Blanca encargado de diseñar las sanciones económicas contra Rusia, Daleep Singh, dijo que todavía quedan sectores económicos que castigar en ese país, además del petrolero y el del gas, y de las sanciones impuestas hasta ahora también por países asiáticos, europeos y Australia, siendo el más severo el congelamiento de más de 300.000 millones de dólares en reservas de su banco central.

La reunión de este jueves en Bruselas de los jefes de Estado de la OTAN es, sin embargo, más de carácter militar, donde los mandatarios tendrán que tomar decisiones que vayan resolviendo el dilema de cómo frenar al más audaz régimen autoritario del mundo en su intento por minar la democracia en su vecindario y mucho más allá.

@LaresFermin

 


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