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Durante más de treinta años como docente de la Universidad del Zulia, acudí a un sinnúmero de asambleas promovidas por la Asociación de Profesores. Una y otra vez y otra vez el motivo de las convocatorias era, invariablemente, la situación salarial. En rigor a la verdad, nunca asistí a una asamblea motivada y convocada por la mejora en la calidad de la educación que se impartía.

En un número nada despreciable la conclusión de tales asambleas era la paralización de las clases y la respectiva huelga. Sus proponentes eran aguerridos profesores que llamaban salir a la calle, si Carlos Andrés Pérez, Rafael Caldera, Luis Herrera, Jaime Lusinchi y otra vez Caldera y otra vez Pérez se negaban al aumento de los salarios de los profesores. Ese llamado a la calle terminaba, también invariablemente, con el grito: “¡No a la asfixia financiera de la universidad!”, “¡No a la intervención fascista de la universidad!”.

La paradoja está en que los más gritones de tales consignas son los que han liquidado mediante la más violenta agresión la vida académica de las universidades y la calidad de vida de todo el personal que en ellas labora secuestrando sus salarios, sueldos y derechos conquistados mediante la lucha gremial durante toda su existencia.

El chavismo-madurismo ha violentado de facto los límites de la acción política que siempre caracterizó el contexto político y social venezolano. La violación de tales límites se ha convertido en una constante en la vida social cotidiana de los venezolanos: “allanamientos y detenciones sin orden judicial, tortura, prisión sin juicio y por tiempo indefinido, muerte a manos de los cuerpos de seguridad del Estado y de los colectivos paramilitares, desaparecidos…” y creo que todavía hay espacio para un largo etcétera que son las causantes, junto con la ruindad económica resultante de una pésima gestión de gobierno, de la crisis humanitaria que ha producido casi 7 millones de migrantes repartidos por todo el mundo.

Desde su llegada al poder en 1998 y en particular con la gestión de Maduro, contra la universidad y los universitarios se ha intentado todo, pero probablemente nada ha sorprendido más que lo fraguado, puede leerse como lo calculado, contra los derechos laborales de los universitarios reconocidos por convenciones colectivas y acuerdos formal e institucionalmente consagrados.

El instructivo de la Onapre es un adefesio dictatorial que liquida un principio fundamental y una obligación de respetar y promover los derechos de los trabajadores. Por supuesto el responsable de tal adefesio laboral no es otro que el autoproclamado “presidente obrero”.

El caso es que el régimen sobrepasa cotidianamente los límites de su acción política y ya se ha configurado en la población la percepción de “peligros mortales” no solo los que ya se han convertido en la norma represiva del régimen que amenaza la integridad física (torturas, asaltos y hasta asesinatos) sino aquellos que erosionan las condiciones materiales de vida y que han incrementado la pobreza, la pobreza extrema y han provocado una inflación que ya es la mayor registrada en el mundo y que irrumpen en el aumento de las angustias y el desmoronamiento de “las esperanzas… el desvanecimiento de las emociones (y en cierto modo) en la extinción de la vitalidad”, algo que siempre ha caracterizado al venezolano.

Por eso el reclamo de los universitarios, la eliminación del instructivo de la Onapre, va más allá de la lucha por el reconocimiento de beneficios laborales (significativa e importante que duda cabe), pero, es también una lucha por la defensa de derechos humanos violados y sobre todo una lucha  para que se revalorice la idea de que debe ponerse un límite a la transgresión  de la acción política del Estado que evite la generalización de situaciones sin salidas que ya son un mal público en el sentido que 80% de la población que vive en el país y por 90% que está fuera del mismo padecen fatalmente las transgresiones que el régimen ha convertido en la razón de su forma de hacer política.

 


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