Hay tres núcleos narrativos que apoyan la historia de Adú, anclada en el drama migratorio de África hacia Europa. En el arco central está la historia de Adú, un niño que emigra con una hermana mayor desde Camerún hacia Europa con los traspiés dolorosos que ese periplo implica. En paralelo y en las antípodas, un español de presumible muy buena posición económica devenido activista contra la caza furtiva de elefantes se reencuentra con su hija adolescente. Un grupo de guardias civiles, responsables de proteger el muro que separa el enclave español de Melilla del resto de Marruecos, debe hacer frente a una marejada de migrantes y se ve involucrado en un confuso incidente de sangre.

El planteamiento es inteligente y cubre de alguna forma al menos dos aspectos representativos del problema. Por un lado el inmigrante doblemente desvalido, por su pobreza extrema y su condición de niño; por el otro lado, el de quien ocupa el rol de refuerzo del sistema que se ve superado por el número. Junto a ellos hay un drama más mundano, si se quiere, comparado con los dos polos del tema de la migración: el de un hombre rico, que huye a la vez del fisco y de su responsabilidad familiar para refugiarse en una ONG que protege a otros desvalidos, no humanos. La idea tiene su mérito geográfico, unos intentan subir del terrible sur al norte, y otros buscan en África profunda una suerte de redención a sus pecados contables y familiares. Y en el medio, quien cumple el rol antipático, pero necesario a la luz de las reglas del sistema, no puede evitar ser salpicado por el dolor y la sangre de una situación inmanejable.

La factura del relato es impecable. Las tres historias progresan en paralelo, graduando los picos de tensión (la invasión concertada, la huida en avión, la crisis entre el padre y la hija), cuidando muy bien que una historia no prevalezca sobre la otra. Eso es posible porque los dramas son individuales y muy personales, aunque se leen de una manera muy distinta. Por un lado el niño migrante carece de categorías para entender un mundo ajeno, sórdido y hostil. Es pura defensa contra sus ataques y reacción para preservarse, con las previsibles cicatrices que el viaje, en realidad la huida, le va a dejar. Por otro lado, en el rol del represor los guardias civiles también reaccionan frente a una situación que los sobrepasa. No están en un peldaño en el cual puedan solucionar un problema paquidérmico. Si reaccionan con violencia es porque la violencia de la situación los ha englobado. La reacción lógica sería la huida, la deserción o la simple renuncia, cosa que ni siquiera se plantean. Aunque sí, logran justificarse para sí mismos una mala práctica y una dudosa exculpación legal. Quien tiene opciones es el filántropo evasor de impuestos que juega sus cartas con la óptica del poderoso, aunque carezca de herramientas para manejar a su hija y termine, también, haciendo una trampa al sistema.

Los límites de la película son esos y no debiera esto ser un reproche. El drama de la inmigración, en última instancia un drama de ricos y pobres, subproducto de la colonización de África, es visto de manera individual. La película no se plantea categorías abarcadoras (salvo por un letrero al final anotando el número de migrantes). Tal vez porque no son necesarias. Pero esta falta no deja de ser bastante condescendiente con las víctimas y, si hilamos fino, poco más que una prueba de mala conciencia. Es una película dolorosa, es cierto, pero en el fondo inofensiva. Puede vérsela sin ningún peligro.

ADÚ. España. 2020. Director: Salvador Calvo. Con Moustapha Oumarou, Adam Nourou, Ana Castillo, Luis Tosar.


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