La historia es más oportuna que verosímil. Cuatro excombatientes de Vietnam, ya ancianos, regresan al país en el que combatieron cincuenta años atrás con un motivo real y una agenda oculta. Oficialmente buscan recuperar el cadáver del líder del pelotón, una figura carismática y suerte de mentor de los cuatro. Detrás de ese objetivo tan noble se oculta la realidad. El compañero de armas cayó peleando por un botín clandestino. Unos lingotes de oro que iban en un avión derribado, con los cuales la CIA pagaba a unos informantes.

Lo primero que comprueban es algo ya sabido. Vietnam, y los tiempos han cambiado y “nosotros los de antes, ya no somos los mismos”, los excombatientes del Viet Cong les invitan tragos en un bar, el guía era hijo de un soldado del sur pero con parientes en el norte y se dedica a hacer turismo entre una y otra región en un Vietnam unificado en el que los carteles luminosos anuncian marcas americanas. Hay un aire de “¿por esto fue que peleamos?” que planea en toda esta primera parte, aderezada por fragmentos documentales, fotos y clips que ilustran muy bien el choque temporal y cultural en el cual los protagonistas se encuentran. Porque si bien ha llegado una paz superficial que la cordialidad oriental realza, los fantasmas del pasado están muy lejos de haber sido domados. Hay ataques de pánico por un lado y viejas heridas que disparan disputas verbales, y no tanto. Un detalle no es menor. Los cuatro amigos son negros y se les une el hijo de uno de ellos, profesor de estudios afroamericanos, con lo cual el discurso secuela por una vertiente mucho más específica. No es solamente la oposición, o la nostalgia de la oposición a una guerra lejana, absurda y perdida de antemano. Es la hipocresía de poner en el frente de batalla a una minoría oprimida que sin embargo, porcentualmente formaba un componente mayor de las fuerzas americanas. Por eso la película empieza, impecablemente con la intervención de (entonces) Cassius Clay, preguntándose que le habían hecho los norvietnamitas, cuando el verdadero agresor está en casa.

Esta posición colorea el principio de la película pero es su planteo principal. Sobre ella comienza a transitar la aventura. Vietnam es, históricamente no solo la primera guerra perdida. Sino una guerra discutida, deshonorable a la cual las sucesivas investigaciones han seguido echando barro. Pero cinematográficamente Vietnam es un tránsito. El del capitán Willard por el río hacia Camboya en Apocalipsis ahora o el de los reclutas en el Full Metal Jacket de Kubrick. Spike Lee propone aquí otro viaje, al cual la cabalgata de las Walkirias une con el filme de Coppola. Es a la vez un rescate del pasado, pero una búsqueda de la riqueza (supuestamente con fines altruistas). En realidad, en contacto con el oro la película va al encuentro de otro clásico: El tesoro de la Sierra Madre, un filme de 1948 de John Huston que postulaba unos buscadores de oro, que al encontrarlo encuentran también su perdición.

Y este es el tercer aspecto militante de Lee. El botín, por su origen perverso, no puede sino generar el mal. Una vez que esa amistad, mantenida frágilmente gracias a la nostalgia, los recuerdos de armas y la solidaridad con el amigo caído, se hace trizas cuando entra en contacto con el dinero. Porque Estados Unidos, que los metió en una guerra que no era la de ellos, sigue maltratándolos. Es cierto que mal que bien cada uno de ellos ha hecho una vida de relativo (o falso) éxito. Pero un catalizador como la riqueza demuestra la fragilidad moral de toda la estantería, que comienza a venirse abajo, en secuencias que los vuelve lo que fueron entre 1967 y 1971. Una fuerza de ocupación, jalada en uno y otro sentido por la necesidad de sobrevivir, la conciencia de haber sido puestos allí como carne de cañón y el saber que no ocupan en la sociedad que los mandó a la guerra, sino un papel marginal. Por supuesto que, a la luz del momento actual, la película gana en virulencia. Cabrían algunos reproches respecto a su verosimilitud, el descuadre de las edades (con sus aspectos y capacidades) y alguna largueza. Spike Lee sigue siendo un director oportuno, que sabe lanzar un mensaje disfónico y necesario, aquí envuelto en el eficaz ropaje de la aventura. Es muy buena la partitura de Terence Blanchard. Está en Netflix.

5 Sangres. (Da 5 bloods). Estados Unidos. 2020. Director Spike Lee. Con Delroy Lindo, Jonathan Majors, Clarke Peters, Jean Reno, Norm Lewis


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