El papel de Estados Unidos como potencia hegemónica, luego del derrumbe de la Unión Soviética, está hoy en discusión. A pesar de su enorme influencia financiera y militar, Estados Unidos enfrenta sensibles conflictos tanto internos como externos que debilitan su rol como potencia imperial. Esto es en buena medida el resultado de la ideología globalista que se ha instalado en las entrañas del Estado norteamericano y que reaccionó violentamente para sabotear las políticas de orientación nacionalista de Donald Trump en una conspiración que llevo a su destitución, vía fraude electoral, y posiblemente a su enjuiciamiento.

Esta ideología globalista es precisamente la que ayudó a desmantelar las industrias estadounidenses para hacer una economía dependiente y adicta a los productos baratos fabricados en China. La clase política de Estados Unidos, conformada por demócratas y republicanos influenciados por el globalismo, en defensa de los intereses del complejo industrial militar no podía aceptar la tesis nacionalista de Trump de abandonar el papel de policía del mundo llegando al extremo de plantear, correctamente, la salida del país del pacto militar de la OTAN.

Las corporaciones estadounidenses dedicadas al negocio de la guerra que operan a escala global parecen ser quienes están estableciendo las prioridades de la agenda en la política internacional de Estados Unidos. Ante la ausencia de guerras en la región de Hispanoamérica el eje de la política exterior parece estar siempre centrado en Europa, el Medio Oriente y Asia donde los dividendos por la venta y suministro de armas y tecnología de guerra parecen multiplicarse al infinito. Esto podría explicar el abandono, el desdén y el desgano de Estados Unidos con el resto de países de América.

La guerra contra Rusia y el auxilio militar y económico a Ucrania parece estar más justificado por favorecer al complejo industrial militar estadounidense que a un interés genuino desde el punto de vista geopolítico. Resulta un absurdo que Estados Unidos pretendan justificar su participación en ese conflicto con el pretexto de defender la soberanía de Ucrania o de ejercitar, una vez más, el dudoso papel de policía del orden mundial. Más absurda resulta la concepción de la élite política estadounidense que prefiere entenderse con un gobierno tan inestable como impredecible como el de Ucrania que llegar a un acuerdo político con un Estado más organizado y estable como Rusia.

Por ejemplo, es un error cuando se le presenta a la opinión pública la imagen de un solo pueblo ucraniano agredido por Rusia sin reparar que el gobierno de Volodimir Zelenski está conformado por las más variadas facciones neonazis cuyos intereses van más allá que Ucrania. Podemos anticipar que, tal como ha ocurrido antes con la política estadounidense, las armas suministradas a grupos y facciones irregulares irán irreversiblemente a las manos de mercenarios que siempre terminan usándolas en contra de intereses y objetivos norteamericanos. ¿Ejemplos? Afganistán, Irak, Libia.

Enfrentar a Rusia hasta lograr su destrucción usando a Ucrania como proxy no es en realidad, o no debería ser, un objetivo geopolítico de Estados Unidos. Sin duda, hay más espacio y potencial para construir una relación de respeto y cooperación entre Estados Unidos y Rusia que entre Estados Unidos y Ucrania. Sin embargo, las corporaciones que viven del negocio de la guerra insisten en todo un despliegue mediático para persuadir a la opinión que Rusia es el enemigo irreductible de Estados Unidos. Eso lo tenía mucho más claro Trump y así lo asumió aunque lo llamaran pro ruso.

Las consecuencias de este enfoque ya se sienten dentro y fuera de . Internamente los billonarios recursos comprometidos en esa guerra le han impuesto una carga extraordinaria a la economía estadounidense que hoy enfrenta un encarecimiento brutal de bienes y servicios y la inflación más alta en los últimos 40 años. En lo internacional este conflicto ha obligado a un realineamiento de Estados donde una cantidad considerable sobre todo de África y Suramérica han resuelto no acompañar a Estados Unidos en su guerra contra Rusia. Hasta los Estados que apoyan la alianza militar de Washington contra Rusia admiten la inconveniencia de continuar en un sistema de relaciones internacionales unipolar.

El fracaso de la reciente Cumbre de las Américas no es más que una extensión del fracaso de la política exterior estadounidense empeñada en unas urgencias equivocadas. El evento se celebró en un ambiente de apatía, desinterés y pérdida total de credibilidad hacia Estados Unidos. Para tratar de esconder el histórico abandono que ha caracterizado a Washington en las últimas décadas en relación al resto de las Américas el Departamento de Estado intentó centrar el foco en la no invitación a Venezuela, Cuba y Nicaragua. Como si no invitar a estos gobiernos que han sido sistemáticamente tolerados y hasta alentados por Estados Unidos tuviese la entidad de una segunda declaración universal de los derechos humanos.

La realidad, y en definitiva es lo que cuenta, es que Estados Unidos han mantenido una política blandengue que ha prometido el atornillamiento de estos regímenes. En el caso de Venezuela, por ejemplo, cuál es el sentido de no invitar al chavismo a la cumbre si simultáneamente Washington están levantando las sanciones y llevan arrastrada a la falsa oposición a que suscriba un acuerdo de entendimiento con el régimen sí o sí. Juan González, alto funcionario de la Casa Blanca para asuntos de América Latina, admitió que podrían reunirse con representantes de estos países que no fueron invitados a la cumbre en cualquier otra parte, pero no en su territorio. Entonces la política exterior de Estados Unidos se reduce a meras formas y posturas donde lo que pasa en los países de las Américas no tiene el menor interés. Esta política de bandazos, sin norte y sin horizonte, sobre todo para los propios ciudadanos estadounidenses no cambiará mientras las corporaciones que integran el complejo industrial militar sean las que decidan la agenda exterior.

@humbertotweets


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