Ortega pide reformar la Constitución para nombrar a su esposa copresidenta
Foto EFE

El destierro y el despojo de la nacionalidad, la otra cara de la liberación de los más de 200 presos políticos nicaragüenses enviados a Estados Unidos después de extraños procedimientos legales internos, forma parte de la política de persecución de la población civil que llevan a cabo los Ortega-Murillo, acrecentada en los últimos meses por el deterioro político y el descontento generalizado. Es un estilo de aniquilamiento de los ciudadanos que hace que pierdan el derecho a tener derechos. Es, como lo dijo la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso Trop vs Dulles en 1958, una forma de castigo aún más primitiva que la tortura, porque destruye la esencia política del individuo.

Como en la época nazi, en la que judíos alemanes eran despojados de la nacionalidad; o en los tiempos de los regímenes comunistas de antes de 1989, que recurrían al arma de la desnaturalización de sus ciudadanos, el régimen Ortega-Murillo, que ha resultado más criminal que el de Anastasio Somoza contra el que tanto lucharon los nicaragüenses, la semana pasada expulsó y privó arbitrariamente de su nacionalidad a 222 presos políticos que cumplían cárcel y sufrían tortura y tratos inhumanos por haberse opuesto a la dictadura impuesta por la pareja que se ha adueñado de la nueva Nicaragua.

Este miércoles se supo que le retiraron también la nacionalidad a otros 94 opositores “prófugos de la justicia” por el delito de traición a la patria, entre ellos el escritor y columnista de El Nacional Sergio Ramírez, quien lleva varios años exiliado.

La dictadura nicaragüense ignora su propia legislación interna y el Derecho Universal sobre protección de las personas, así como los principios más elementales de convivencia pacífica y los compromisos asumidos con el resto del mundo para erradicar la apatridia.

Como es propio de regímenes canallas de esta naturaleza, los tres poderes sometidos al dictador actuaron al unísono para indiciar, juzgar y legislar en contra de un grupo de personas, sistematicidad que es intrínseca a la definición de crimen de lesa humanidad. Sin nacionalidad, por ahora, los más de 200 nicaragüenses que Ortega convirtió en apátridas esperan por una nacionalidad para poder ejercer a plenitud y sin temores sus derechos.

Desprecia el régimen Ortega-Murillo que todo ser humano tiene derecho a una nacionalidad y que nadie puede ser privado de ella arbitrariamente. Así lo consagra el artículo 15 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No tener nacionalidad significa simplemente no existir jurídicamente, estar impedido de tener una identidad, de ser libre, de acceder y disfrutar de los derechos civiles y políticos y también de los económicos, sociales y culturales. Es una simple muerte en vida. Es cierto que un Estado puede acordar y retirar la nacionalidad de una persona en contados casos, pero tal potestad  no puede ser usada como arma política. Menos aún en los casos de nacionalidad de origen o por nacimiento, para lo cual se fijan requisitos que justamente evitan la arbitrariedad. Dejar a alguien sin nacionalidad es hacerlo apátrida y ello significa que esa persona “no es considerada como nacional suyo por ningún Estado, conforme a su legislación”, como se dice en el artículo 1 de la Convención sobre el Estatuto de Apátridas de 1954 y que reitera el artículo 8-1 de la Convención para reducir los casos de apátridas de 1961, que señala que no se puede privar de su nacionalidad a una persona “si esa privación ha de convertirla en apátrida”.

En el expediente de la pareja Ortega-Murillo también figurarán la prohibición de más de 3.000 organizaciones no gubernamentales y la condena de 26 años de cárcel al obispo Rolando Álvarez, quien dignamente se negó a ser desterrado a cambio de su libertad. Lo que no podrán es quitarle la nacionalidad a todos los ciudadanos que rechazan sus actuaciones.


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