Irremisiblemente estamos inmersos en el cambio permanente. Con particular tino, Heráclito lo expresó así: “Todo fluye y nada está en reposo”; ese fue el lema de su filosofía. A pesar de los muchos siglos transcurridos y los desarrollos alcanzados, el principio anterior mantiene su vigencia en todos los órdenes de la existencia.

Es obvio pues que las políticas económicas de los países no escapan a la anterior dinámica. Lo que acaba de ocurrir en Ecuador es la demostración palpable de eso. Ese país acaba de sufrir el impacto de su política de ajuste económico puesta en práctica por el presidente Lenín Moreno, como consecuencia de los desafueros que en ese campo llevó a cabo Rafael Correa, su predecesor en el cargo, pero también –hay que decirlo– de sus propias falencias.

Como muy bien lo resalta Pablo Ospina Peralta, historiador y profesor de la Universidad Andina Simón Bolívar, en un artículo publicado en la revista Nueva Sociedad, el gobierno decidió que el 75% más pobre de la población, que usa el transporte público, debía pagar 78% del costo de la eliminación del subsidio, mientras que el 25% más rico debía pagar el 22% restante.

Lo que pasó en el hermano país de Suramérica puso en evidencia una regla de oro: así como no se le puede imponer una dieta vegetal a un león, no es posible suprimir intempestivamente, de un trancazo, los beneficios o subsidios que vienen recibiendo la mayoría de los más pobres. La experiencia que vivimos acá en Venezuela, durante el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, con el Caracazo es una demostración irrefutable de lo anterior.

Una de las tantas medidas anunciadas por su gobierno fue la del aumento de la gasolina. Y aunque también se anunció el incremento de los sueldos y otras medidas de carácter social, lo cierto es que ninguna de ellas había sido puesta en práctica. Ante lo anterior, la reacción de varias organizaciones de transportistas fue aumentar el valor de los pasajes a un monto mayor al autorizado y antes de la fecha acordados por el Ministerio de Transporte y Comunicaciones.

Como era de esperarse, los usuarios protestaron el abusivo aumento del pasaje, que de 8 bolívares se quería llevar al doble. Y como también ocurre en tal tipo de circunstancias, los ánimos se caldearon y comenzaron las acciones inevitables: ofensas, empujones y peleas. En Guarenas las cosas llegaron a mayor: el conflicto se hizo tumultuoso y degeneró en quema de cauchos y vehículos. Ardió Troya. La chispa prendió inmediatamente en otros lugares: Caracas, Los Teques, La Guaira, Puerto La Cruz, Puerto Ordaz, Maracaibo, entre otras ciudades. Pero en la primera adquirió dimensiones terroríficas.

El malestar se había incubado en los años anteriores y, en especial, a partir del Viernes Negro, en 1983. Su caldo de cultivo estuvo integrado por la inflación, la pérdida de calidad de vida, el empobrecimiento de la población, la corrupción en instancias del gobierno, la inseguridad y el descontento en general.

Ya los informes de inteligencia habían puesto de manifiesto el alto grado de insatisfacción de la sociedad venezolana. Pero la crisis estalló al comienzo del gobierno de Pérez cuando se empezó a hacer esfuerzos serios por ordenar el rumbo del Estado y su economía. Se quería hacer lo “correcto”, pero el pueblo no lo entendió así, o no se le explicó de la manera adecuada, o –quizás– se aplicó una política de shock inmediato cuando lo que procedía era una política de ajustes progresivos en el tiempo. Al final, la situación logró controlarse pero al costo de 276 muertos y cuantiosas pérdidas materiales.

El Caracazo fue una puñalada al cuerpo de la democracia venezolana. Y esa es la lección que los gobiernos de América e instituciones como el Fondo Monetario Internacional deben aprender y, además, tener en cuenta antes de comenzar a transitar por el campo minado de las reformas estructurales.

 


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