La esencia de la cultura de desarrollo de Estados Unidos, más allá del avance científico, puede hallarse en el lema Where discoveries begin de la National Science Foundation, una institución clave de esa gran nación que hoy, entre muchísimas otras cosas, presume con razón de apoyar a unos 200 000 científicos, ingenieros, docentes y estudiantes cada año y de haber impulsado desde su creación, en 1950, las carreras e investigaciones de 248 expertos galardonados luego con el Nobel en los campos de la física, la química, la medicina y la economía; el 35 % del conjunto de descollantes figuras —710— premiadas con los 389 que se entregaron en tales categorías entre 1901 y 2020.

En efecto, tiempo ha que en Estados Unidos se comprendió, al igual que en las demás naciones que conforman el llamado primer mundo, que la dinámica del desarrollo, cuyo inicio es la conquista de la libertad, dista mucho de ser como aquella en la que un puñado de alpinistas atascados en su ascenso por la pared vertical y lisa que conduce a una muy lejana cumbre, después de avanzar apenas unas decenas de metros gracias a las cuerdas y al resto del equipo que recibieron de algunos pioneros, esperan que para ayudarlos lleguen otros con talento y buena disposición, y hasta perseverantes en extremo, pero completamente desnudos y desprovistos de tales elementos.

En esos países se entendió que no hay libertad y desarrollo posibles sin inversión en respaldos que creen respaldos que a su vez creen otros en una infinita dinámica de cooperación general e inteligente que concurra con las competencias locales que, sí, deben establecerse dentro de la sociedad en buena lid, con reglas de juego sencillas y claras, y el adecuado tablero para jugar que solo puede construirse con aquella. De ahí que, por ejemplo, en instituciones como la National Science Foundation nadie se siente a esperar que alguien empuje sin recursos las fronteras del conocimiento para decidir tras la esperada «demostración» si lo apoya, sino que sus miembros, cual sabuesos entrenados para la búsqueda, van en pos del potencial e invierten todos sus recursos en él, en miles y miles de talentos; un tipo de cultura que en todas las esferas del mundo desarrollado ha contribuido a convertir en común denominador lo que en naciones como las latinoamericanas es excepción. Pero esto, una aparente obviedad, solo lo entiende el que de manera consciente se forma para hacerlo, para ver la totalidad que otros no alcanzan siquiera a vislumbrar por circunscribirse sus intereses y sus valiosos y necesarios esfuerzos a alguna parte de ese todo.

Si se le echa un rápido vistazo a las recientes infografías, elaboradas por diversos medios, sobre el desempeño de los países en las distintas ediciones de los Juegos Olímpicos, se hace patente la trascendencia dentro de cada uno del predominio o ausencia de tal cultura en el ámbito deportivo, y queda claro que un deportista que únicamente pueda entrenar escasas horas a la semana luego de largas jornadas de trabajo para su supervivencia, sin una dieta apropiada y en condiciones poco aptas para un acondicionamiento de altísimo nivel, difícilmente tendrá un desempeño igual o superior a uno que lo haga con los recursos necesarios y en circunstancias propicias para la mejor preparación.

La visión romántica de una sociedad en la que millones de personas alcanzan las mayores cimas sin medios y entre mil adversidades es simplemente eso, una romántica visión sin asidero en una realidad en la que solo un puñado logra aproximarse a aquellas en circunstancias sociales que constriñen las oportunidades de los más. De hecho, es la masiva huida de tales circunstancias y, por tanto, de la propia sociedad, lo que suele transformarse en común denominador en las que devienen por diferentes motivos en abismos de miseria, sobre todo en aquellas donde la causa del deterioro es el totalitarismo que a su vez es efecto del alejamiento del camino del desarrollo; la ya conocida espiral del mayor de los fracasos.

Esto se comprende en el mundo desarrollado y por ello la inspiradora historia de Diana Trujillo, la colombiana que llegó a Estados Unidos con 300 dólares en el bolsillo y se convirtió en jefa del equipo de ingeniería que diseñó y construyó el brazo robótico del Perseverance, ahora en Marte, no es la de una persona a la que las autoridades de la NASA le pidieron que por su cuenta, y con dos latas de aluminio y cuatro tuercas, creara un prodigio de la tecnología aeroespacial para ver si podía hacer lo que ellos necesitaban, una «demostración», a fin de integrarla a su agencia, sino la de alguien que se encontró con una nación de competencias feroces pero con mayorías capaces de reconocer los talentos de los que podrían surgir las obras materiales e inmateriales más provechosas para todos —el agudo sentido de la conveniencia que le ha ayudado a ese gigante a estar a la vanguardia en distintos órdenes— y tender puentes de muchas manos que los conduzcan a las posiciones en las que, con los recursos requeridos a su disposición, les resulte posible crearlas.

De hecho, la lógica que subyace tras esta cultura se puede hallar igualmente, aunque entretejida con diferentes propósitos y particularidades del respectivo momento histórico, en hitos como el del nacimiento de buena parte de las repúblicas independientes de América Latina, que no fue impulsado por los anhelos de masas desnudas y hambrientas, como a menudo se desea creer para mantener encendida la llama del autoengaño del «querer, sin contar con nada ni con nadie, también es poder», sino por la ambición e inteligencia de quienes, como Bolívar, no dudaron en utilizar sus ingentes recursos para organizar una causa.

Sí, la «logística» de la libertad es costosa y no solo se paga con vidas. Y sí, las buenas intenciones hay que organizarlas, porque nada más peligroso hay que el torbellino de las irreflexivas acciones de una miríada de bienintencionados.

Pero asimismo puede encontrarse en historias como la de Andrés Bello lo que ha hecho a las grandes naciones asumirla como la máxima prioridad, pues ni el más brillante y eximio de los seres humanos puede darle completa forma a una obra monumental y transformadora de millones de vidas en medio de una penosa supervivencia y una infructuosa lucha contra la muerte que arrebata lo más caro. ¿O no fue para Bello acaso la culminación de una etapa de infame miseria, en la que, sí, algunas «cosas» hizo y mucho pensó y sublimó en el crisol de una consciente y esmerada preparación, el inicio de la materialización de lo que ha sido el mejor de los proyectos latinoamericanos pese a los posteriores extravíos de la sociedad chilena?

No deben confundirse entonces, en contextos como el de esta Venezuela sin libertades, todas imprescindibles para el desarrollo, el espíritu de lucha y la posibilidad del logro de algún pequeño objetivo personal en un mar de inmensas dificultades con una suerte de gran milagro emancipador hecho de aire y ardor. Y desdice el hacerlo de algunos que se han dejado arrastrar gustosos por la errante ola del capricho nacional en virtud del cual se otorga el título de «intelectual» con plétora de generosidad en ausencia de criterio.

En esta Venezuela, depauperada para las mayorías, los opresores forman parte de un emporio delincuencial cuya riqueza garantiza el mantenimiento de su coactiva maquinaria de tortura y exterminio, y los que hoy dicen representar a los oprimidos, su «liderazgo», cuentan con recursos que no han sabido ni sabrán utilizar por su estructural idiotez. Es decir, hay en ella mucho en pocas manos equivocadas: en las de sádicos sociópatas y en las de tarados sin remedio —y esta última es una categórica afirmación—. Pero lo más grave es que otros, también con recursos de variada índole, incluyendo la influencia comunicacional, no han sido capaces de detenerse en su caótico deambular para dar un paso atrás, ver el panorama completo y tratar de escuchar los ecos del silencio que indican la dirección hacia la que deberían tenderse sólidos puentes de muchas manos.

Quizá algunos están tratando de hallar marionetas que trabajen en pro de sus propios intereses, de cuyos esfuerzos solo se beneficie un gremio o un determinado sector o grupo, en vez de ayudar —ellos—, con aquel agudo sentido de la conveniencia, a mover lo que hay que mover y a hacer lo que se tiene que hacer para que el buen potencial se transforme en realidades que conduzcan a la del tablero y las reglas aptos para el juego de la competencia en igualdad de oportunidades y dentro de un marco general de cooperación, lo que no sorprendería en el tiranizado país que alimenta en su prisión las «nostalgias» por autoritarismos que navegaron en ríos de sangre inocente y que celebra a Humberto Fernández Morán sobre la tumba del olvido en la que se arrojó la figura de Marcel Roche, el padre del democrático modelo nacional de ciencia y universidad que, a pesar de sus imperfecciones y del hecho de que no servirá —sin las sustantivas mejoras que requiere— para la construcción de una futura Venezuela superior a las anteriores, permitió crear en cuatro décadas la que hasta ahora es la obra más importante de nuestra historia republicana. Y tal vez confunden otros, como tantos, empatía y antipatía con olfato para identificar lo conveniente, y simpatía y distintos grados de carisma con competencias para el efectivo liderazgo emancipador y para la gestión del desarrollo, o simplemente se han empeñado en jugar al gato y al ratón en la Venezuela que ya ha perdido 22 años.

Claro que la frondosa desconfianza sembrada por la mafia usurpadora es el primer y principal escollo que impide dar pasos en cualquier dirección para el encuentro y la organización fuera de la esfera de la politiquería, aunque nadie debería incurrir en el error de pensar que tal desconfianza no es mutua, que aquel del que se desconfía no se acerca porque no quiere o por su supuesta «turbiedad».

Es mutua la desconfianza, sí, y no la minimizan posiciones, obras realizadas, «influencias» en redes sociales u otros factores, máxime por el rosario de traiciones, a cuál más escandalosa, que perduran frescas en la memoria. No obstante, la articulación es posible pese a ella y urge acometerla, establecer una auténtica «logística» de libertad, mover recursos que contribuyan a transmutar talentos en realidades de provecho para todos. Pero hay que preguntarse quiénes están en condiciones de dar los primeros pasos.

Hay que aprender de la mencionada cultura de desarrollo y a comprender y a hablar además el lenguaje de la lucha inteligente.

@MiguelCardozoM


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