No es nada agradable reflexionar y escribir sobre temas escabrosos. Mucho menos cuando eso lo tenemos que hacer en relación con un país como el nuestro que ha sufrido un proceso de deterioro político, económico y social persistente desde la llegada de la “revolución bonita”.

Venezuela está hoy paralizada, vive un estado de shock que ahora se potenciará con la propagación del coronavirus chino a lo largo y ancho del planeta, un acaecimiento que ha abierto las puertas al inevitable derrumbe de los mercados financieros y de la economía a nivel global. Esta es una situación históricamente inédita que producirá más daño que el generado a raíz de la Segunda Guerra Mundial.

Lo dramático en nuestro caso es que la tragedia nos sorprende en el momento en que la economía está hundida en un foso que nos retrotrae a los tiempos de Juan Vicente Gómez y sus sucesores inmediatos, cuando la explotación petrolera venezolana daba sus primeros pasos. ¡Peor imposible!

Por otro lado, en el contexto internacional surgen feroces críticas contra quienes plantean volver al trabajo cuanto antes. Los que hacen esos cuestionamientos ven esencialmente un lado de la moneda: el posible incremento del número de infectados y muertos. Pocos son los que evalúan desapasionadamente la otra realidad: la quiebra inevitable de innumerables comercios y empresas que derivará de una larga y obligatoria cuarentena, lo cual irá acompañado de un incremento exponencial de la cifra de desempleados que no tendrán los recursos necesarios para subsistir durante el largo tiempo que persistirá la pandemia; estamos hablando de 2020 y parte de 2021.

Ya para finales del mes de abril el número de desempleados en Estados Unidos superó los 30 millones, estimándose que este mes de mayo la cifra se incrementará en 20%. Ese y otros indicadores –por ejemplo: los que derivan del cierre de empresas, hoteles, restaurantes, pequeños comercios y una menor demanda–, ponen en evidencia que la primera potencia mundial se enfrenta a una crisis que será más devastadora que la Gran Depresión, la cual se inició a raíz de la caída de la bolsa de valores de Nueva York, el martes 29 de octubre de 1929, y se extendió a muchos otros países.

Solo imaginar lo que la actual crisis política y económica de Venezuela puede escalar a consecuencia del virus pone los pelos de punta a cualquiera. A diferencia de los países más desarrollados y los que hasta ahora no enfrentan aprietos fiscales (los cuales, entre otras acciones, podrán poner en práctica planes de suministro de dinero a las familias más necesitadas para que no se desmorone su poder de compra, establecer tasas de interés muy bajas y dar amplio respaldo a los bancos, instituciones no bancarias y hasta corporaciones), Venezuela, como la cucaracha, no tiene nalgas para sentarse.

Ciertamente, la dictadura y el destruido Banco Central de Venezuela no tienen posibilidad de recibir apoyo del Fondo Monetario Internacional y las democracias del mundo, entre otros, para capear el temporal que ya nos inunda. Eso significa, ni más ni menos, que los pobres, amplios sectores de la clase media y el escuálido sector empresarial privado tendrán que arreglársela como puedan para entrar sin protección alguna a una nueva guerra de las galaxias. En ese marco los resultados no son difíciles de imaginar.

Tan sombrío escenario conduce a la única salida viable: un acuerdo político entre el régimen de Nicolás Maduro y la oposición liderada por Juan Guaidó, que cuente con el respaldo de la comunidad democrática global, a fin de que abra las puertas a la necesaria e indispensable ayuda internacional.

Cualquier otra vía no concertada conducirá a un infierno de sangre, sudor y lágrimas. Si así fuere, que Dios nos agarre confesados.

@EddyReyesT


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