Ha causado conmoción el asesinato, en París, de Samuel Paty, un maestro de historia que, precisamente en una clase de instrucción cívica, en la que se debatía sobre la secularidad y la libertad de expresión, había mostrado a sus alumnos las famosas caricaturas de Mahoma, publicadas, hace cinco años, por la revista satírica Charlie Hebdo y que, en ese momento, sirvió de pretexto para el asesinato, “en el nombre de Dios”, de once personas. Antes de mostrar esas caricaturas, Paty había invitado a salir del salón de clases a quienes no quisieran verlas; pero esa muestra de respeto no fue suficiente. Incluso en una república laica, precursora de la libertad y de la democracia, había que ser muy valiente para reivindicar la libertad de expresión frente a unos fanáticos, capaces de recurrir a los crímenes más espantosos en defensa de sus “sentimientos religiosos”. El asesinato no es una forma de debatir y de responder a las ideas del otro; el asesinato es la forma más desmedida de censurar al otro, poniendo fin a la discusión de manera sanguinaria.

No es el único hecho que nos ha entristecido esta semana. En Chile, se celebraba un año de las protestas sociales que pusieron en pie a todo un país para protestar, legítimamente, en contra de una Constitución heredada de un dictador, y en contra de la desigualdad social generada, en parte, por esa Constitución. Había razones para que los ciudadanos salieran a la calle e hicieran oír su voz. Eso es parte de la libertad de expresión y de la forma como se practica la democracia. Un juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos decía que la calle es la imprenta del hombre pobre; también es la bocina que amplifica el volumen de nuestra voz, y que permite que los gobernantes -si son demócratas- escuchen nuestras quejas y reclamaciones. Pero el vandalismo no tiene nada que ver con la libertad de expresión.

Quemar iglesias, de la confesión religiosa que sea, destruir bienes públicos o privados, o saquear comercios, ni es parte de la libertad de expresión, ni es un acto que se pueda reivindicar legítimamente como un instrumento de cambio social y político. Tampoco es propio de una sociedad democrática agredir a quienes están encargados de mantener el orden público, y no son parte una maquinaria de represión criminal, encargada de eliminar a los opositores políticos, como, documentadamente, denuncian los expertos de la ONU que ocurre en Venezuela.

En democracia, quienes necesitan ponerse una capucha para salir a la calle a protestar, destrozando el patrimonio de todos e intimidando a quienes piensan diferente, no son mejores que aquellos que, bajo el amparo de los fusiles, impusieron una Constitución o, en estas tierras, se aferran al poder, a sangre y fuego, avasallando la Constitución y los derechos ciudadanos. No es con el vandalismo ni con las capuchas (de civiles o de miembros de la FAES) que se construye una sociedad mejor. Quien tenga algo que decir, que lo diga dando la cara y a pecho descubierto; como Samuel Paty.

La libertad de expresión es lo que nos permite intercambiar ideas e informaciones de todo tipo, comenzando por aquellas que no compartimos; pero el asesinato, la quema de iglesias, o el vandalismo y el saqueo, no son ideas u opiniones, sino crímenes despreciables, que deben ser perseguidos y castigados. No hay, en eso, un proyecto político, sino una trama criminal que, estoy convencido, no era compartida por la inmensa mayoría de quienes salieron a protestar y a pedir un Chile mejor, o de quienes, en las ciudades de Estados Unidos, han protestado contra la discriminación racial o la brutalidad policial. Los venezolanos que, a pesar de la represión, todavía se atreven a protestar por el desabastecimiento de gas, por las fallas en los servicios públicos, por la falta de libertades, o para reclamar un proceso electoral limpio y creíble, que les permita elegir a sus gobernantes, tampoco han confundido la protesta legítima con el vandalismo.

La libertad de expresión no garantiza, solamente, una expresión verbal. A veces, la conducta es el medio para comunicar un mensaje y, en ese sentido, es una forma de expresión. Quemar una bandera, quemar la foto del tirano, o destruir una tarjeta de conscripción militar, es una forma simbólica de transmitir una opinión, que merece estar protegida, y que es una conquista de la libertad; pero el crimen y la violencia son conducta pura y simple, que nunca puede estar protegida, y que, no puede ser alentada o celebrada.


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