A muchos sorprendió que uno de los temas tratados y destacados en el último encuentro de Xi Jinping y Joe Biden en Estados Unidos hace dos semanas fuera el de la producción y el consumo de fentanilo y otras potentes drogas sintéticas. No pareciera este ser un asunto para ser dilucidado políticamente en tan alto nivel, pero las características de la crisis que de allí derivan hacen imperativo involucrar a las autoridades desde su cúpula.

Jóvenes y adultos, a todo lo largo de la geografía estadounidense, siguen muriendo como consecuencia del consumo irregular de fentanilo, un opioide producido en laboratorio que es 50 veces más potente que la heroína. En la última década estas substancias han sido la causante principal de muerte de jóvenes adultos en Estados Unidos: 85.000 decesos por sobredosis el año pasado.

Norteamérica está atrapada por agentes externos en este problema ya que la producción a muy bajo costo se inicia en China, donde hasta ahora ha imperado una dramática falta de regulación de esta industria y de la distribución de las sustancias. Del lado del consumo, en Estados Unidos han adolecido de una muy pobre disposición de las autoridades antinarcóticos a prestarle atención al crecimiento del negocio, a su rápida evolución y a la gran capacidad de adaptación en el lugar de origen de estos principios psicoactivos a las dificultades regulatorias que deben enfrentar. Tampoco se ha desarrollado una coordinación e interacción eficiente entre los organismos estadounidenses involucrados en la reglamentación y la persecución del delito.

Otros actores importantes del flujo de opioides sintéticos son los carteles internacionales de la droga.  Desde 2019 China mantiene el cuasi monopolio de la producción de todas las formas de fentanilo y sus híbridos que son transportados de forma masiva a Estados Unidos, en la mayor parte de los casos a través de México. Los Carteles de Sinaloa y el de la Nueva Generación de Jalisco son los principales protagonistas en el transporte y comercio de estas substancias. Son ellos quienes han propulsado el negocio caracterizado por sus bajos costos y su poca dependencia de operarios y trabajadores pero que envuelve tanta violencia como el tráfico de sustancias convencionales. Otro dato: el consumo anual de todo Estados Unidos equivale a 5 toneladas de fentanilo, cuando harían falta 125 toneladas de heroína. Su formato, pues, juega a favor de su transporte en comparación con otras drogas.

El ajedrez imbricado en esta nueva realidad es complejo y, sin duda, resulta políticamente más conveniente endosar la responsabilidad al lugar del consumo final, Estados Unidos. Las autoridades estadounidenses asignan las responsabilidades mayores a los lugares donde las drogas son puestas en el mercado, es decir, China. Pekín, por su lado, argumenta -y a ello se suma la administración mexicana- que sus esfuerzos pueden ser estériles si su contraparte no consigue reducir la demanda. La imbricación de estos actores en la compleja solución de la crisis lo que hace es incrementar las fricciones entre las dos potencias, que sabemos no son pocas. La antesala de las elecciones en Estados Unidos también le agrega complejidad y urgencia al tema.

Estamos apenas en uno de los primeros capítulos de esta nueva crisis que debe ser resuelta con un seguimiento muy minucioso desde las dos jefaturas de Estado. Por fortuna, ambos son contestes en que solo con un proyecto inclusivo, pueden hacer evolucionar en un buen sentido la consecución de una solución.


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