Roland Carreño, acusado de terrorista-López

Hablar de las tropelías del régimen chavista lejos está de constituir una cantinela, por cuanto nunca es inoportuna la denuncia de las violaciones de los derechos humanos, indistintamente de las circunstancias que las contextualizan, de la índole de las víctimas y de las causas que las propician. De hecho, en el caso venezolano, la denuncia permanente de la reiterada conducta criminal tanto de los miembros de la nomenklatura del régimen como de sus secuaces es una de las que menos molesta les resulta a quienes la oyen o leen a diario, ya que no se trata de un rosario de referencias a actos que han vulnerado o vulneran los derechos de otros malhechores —lo que de por sí sería una aberración cuya denuncia tampoco tendría que considerarse molesta o inoportuna— sino más bien de la revelación, urbi et orbi, de los peores delitos perpetrados en contra de ciudadanos inocentes e inermes, como el que acaba de consumarse por conducto del secuestro y de la presentación ante un sistema judicial devenido en aparato de persecución política del periodista Roland Carreño, quien además de respetado y apreciado por su labor profesional lo es todavía más por sus importantísimas contribuciones a la promoción de un mejor sentido de ciudadanía; uno en el que la urbanidad se entiende como otro de los pilares que sostienen las más elevadas obras civiles —y sobre esta, por cierto, hoy son dos las guías, una de aquel y la otra de un olvidado pero también ilustre Carreño, que, como un mismo cuerpo, conforman el patrón de oro en Venezuela—.

Lo sustantivo, por supuesto, no se reduce a la cuestión de la importancia de la denuncia, porque mucho más allá de esta relevante acción cotidiana, que ayuda a poner de relieve el talante delincuencial del régimen, está el significado y las implicaciones de la contumacia de sus jerarcas en el marco de una coyuntura en la que se intenta definir una nueva estrategia de lucha por la libertad y la democracia que aglutine las voluntades y los esfuerzos de la mayor parte de los ciudadanos del país y que además sí sea efectiva, o dicho de otro modo, que esta vez sí conduzca al cese de la usurpación.

En ese sentido, y a mi juicio, dos cosas deberían analizarse para su mejor comprensión, en estos cruciales momentos, a la luz de aquella contumacia que patentizan hechos como el del apresamiento de Roland Carreño a causa del despecho suscitado por el escape de Leopoldo López del tinglado de horror en el que por casi siete años estuvo cautivo, a saber, lo que cabe esperar de la opresora cúpula del régimen y lo que, en consecuencia, está en juego en la definición de la nueva estrategia de lucha.

Lo primero ya tendría que ser evidente a estas alturas y sin embargo, a juzgar por lo que se lee y escucha día a día, no parece que lo es para numerosos actores de variado peso en la nación, incluyendo algunos con la influencia suficiente para desviar el rumbo de la mencionada lucha hacia donde su «verdad» —o conveniencia particular— apunte.

No hay razón para esperar ni el más mínimo cambio en la agenda y en el proceder de los miembros de la cúpula tiránica, aun cuando no pocos quieran creer con todo su fervor o hacer creer a otros lo contrario. El problema es que, en el caso de los bienintencionados que quieren creer esto último, ello deriva a menudo de la consideración de la naturaleza de esos opresores, y de su régimen en general, en unos términos que hacen erróneamente equivalentes a la figura del caudillo decimonónico o a la del dictador de la primera mitad del siglo XX venezolano a los primeros, y a los sistemas personalistas al segundo, por perderse de vista que este régimen, al igual que el castrista o el ruso, por mencionar solo los más resaltantes de los de la misma perversa especie, son mafias que controlan lucrativos negocios ilícitos de alcance global y en las que da lo mismo quién funge como cabeza visible, esto es, como dictador, ya que es el interés del grupo delincuencial, como un todo, el que guía tanto la definición de la agenda a muy largo plazo como las actuaciones colectivas. De ahí que, a diferencia de lo que en su momento afirmaron como inconcusa verdad muchos «infalibles» políticos y politiqueros, así como otros tantos intelectuales y «opinólogos» de las más diversas tendencias, sí pudo existir y medrar un chavismo sin Chávez del mismo modo que existe un próspero castrismo sin Castro —o los Castro— y que muy probablemente existirá mañana en Rusia la misma mafia sin Putin… y aquí estamos los venezolanos, y Venezuela, años después.

Nunca se trató de Chávez, como jamás se trató, por ejemplo, de Fidel, si bien es cierto que fueron ellos piezas clave, por su carisma, en el ascenso de sus grupos al poder, y si esto no se termina de entender en Venezuela, simplemente no se logrará salir de las garras de un sistema en el que solo irán cambiando los rostros. Y deben entenderlo tanto los «líderes» opositores como ese grueso de la ciudadanía que anhela su libertad; aquellos para que ajusten sus discursos y sus decisiones a los hechos y a lo factible, y esta mayoría para que no se deje obnubilar por cantos de sirena.

Esto lleva a lo segundo, a lo que está en juego en la definición de la nueva estrategia de lucha; algo que de ser acometido desde las creencias —en el mejor de los casos dentro de las coordenadas de lo que no debería ser—, y no desde los hechos y la factibilidad, podría prolongar por largos años la pesadilla en la que se ha convertido la vida en el país.

No se pueden seguir tomando las decisiones relacionadas con la lucha por la libertad y la democracia sobre la base de lo que se quiere creer de las cosas, y principalmente de lo que se quiere creer acerca de lo que cabe esperar de la nomenklatura criolla, por lo que, verbigracia, despropósitos como afirmar que el gran Adolfo Suárez, el artífice de la democracia española —hoy en peligro—, fue franquista, únicamente para tratar de forzar la barra del «cómo» de la lucha venezolana hasta hacerla coincidir en su forma con las propias ideas, no ayuda.

Decir que Adolfo Suárez fue franquista por el hecho de haber sido lo que hoy en Venezuela denominamos «empleado público» es igual a afirmar que los más de dos, tres o cuatro millones de venezolanos que se ven obligados a desempeñar esa labor, por falta de otras opciones en el aquí y el ahora, son chavistas. Es decir, una imprecisión, como aquello de que la naciente democracia española de mediados de la década de los setenta del pasado siglo estuvo en manos del franquismo, porque si bien es cierto que tanto Suárez como el rey Juan Carlos negociaron una transición pacífica con los cuasicentenarios carcamales asesinos que a la muerte de Franco conformaban la plana mayor de su régimen, una vez que el nuevo texto constitucional fue promulgado e inició formalmente la era democrática de España, estos no tuvieron participación alguna en las decisiones de un gobierno que se aproximó como pocos a los más acendrados ideales de libertad y probidad.

En todo caso, si se incurre en el error de comenzar esta nueva etapa de lucha con el lastre del populismo, de los extravíos a los que lleva el no asumir la realidad y de las imposiciones de las visiones particulares que surgen de estos, lo más probable es que esa etapa no sea la última ni la más breve.

Lo que está ocurriendo con Roland Carreño es un recordatorio de los aspectos más oscuros de esa realidad. La realidad que deseamos cambiar.

@MiguelCardozoM


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