La violencia como recurso, la violencia como respuesta, han escoltado la acción política del régimen instaurado en Venezuela desde comienzos del siglo. Paradójicamente, el régimen ha insistido en su prédica hueca de una Venezuela unida, de todos los venezolanos viviendo en paz. Una unión ciudadana que no ha podido ni puede ser espontánea, que no cuaja en la medida que el proponente insiste en dividir a los venezolanos entre buenos y malos, entre seguidores y enemigos del proceso autocalificado de revolucionario. Una paz inalcanzable en tanto y en cuanto no existe ni puede existir equilibrio entre las partes que conforman los distintos niveles sociales, fracturados, como queda dicho, por quienes ejercen la función de gobierno y ostentan el monopolio de la violencia.

En esos términos ha discurrido la vida venezolana de los últimos cuatro lustros, bajo el innecesario dispendio de posibilidades en todos los órdenes de actividad, y la anomia que imposibilita el logro de las metas sociales, desdoblada incluso en la omisión de normas elementales de urbanidad, como hemos visto en tantas ocasiones. Y ya no es solo el caso entre venezolanos, ha trascendido aún más allá de las fronteras territoriales, afectando el curso de la buena vecindad y la relación amistosa entre naciones civilizadas; basta escuchar el lenguaje inapropiado de quienes ocupan jerarquías cuando se dirigen a sus homólogos en la escena pública internacional, una acepción verbal de la violencia como recurso y respuesta de la que hablábamos al comienzo de estas líneas.

Normalizar las relaciones exteriores de Venezuela –indispensable para equilibrar lo interno– es ya tarea prácticamente imposible para el gobierno en funciones. Parece obvio que nuestro regreso a la comunidad occidental de naciones debe pasar inexorablemente por un cambio de régimen político. Recobrar el puesto tradicionalmente ocupado por Venezuela en la comunidad internacional –y occidental, para ubicarnos en nuestro entorno histórico-cultural– debe coincidir con otra recuperación igualmente significativa y que implicará cambios profundos, no solo en hechos a derivarse de las políticas públicas que es preciso instrumentar, sino además y por sobre todas las cosas, en las ideas, tal como venimos insistiendo en nuestras pasadas entregas a esta columna.

Nos referimos concretamente al restablecimiento de la economía de mercado, a su viabilidad como sistema que trata de la producción de bienes y servicios y de la distribución de la riqueza. Y es que el crecimiento económico en términos reales no aparece reflejado en símbolos cuantitativos desde que el régimen inició su irreflexiva arremetida contra los agentes económicos y sus emprendimientos. De la destrucción de valor como efecto de tomas ilegales o expropiaciones de unidades de producción y el consecuente estancamiento generalizado, hemos derivado en inviabilidad económica nacional, resultante de la política que viene actuando bajo directrices dogmáticas fraguadas en las izquierdas dizque revolucionarias.

Nos hemos hundido en la tragedia colectiva que a efectos prácticos semeja consecuencias de una guerra en el sentido propio del término, antesala del aislamiento y la creciente condena internacional que nos asfixia. Y lo más dramático de todo esto es que emerge el espectro del hambre que se cierne sobre el ciudadano de a pie, especialmente sobre los menos favorecidos, algo inimaginable en la Venezuela petrolera que nos precede. Estamos a un paso de perder la condición de país productor de petróleo aún asentado sobre las más grandes reservas del planeta. ¡Vaya logro de la revolución bolivariana!

La Venezuela del anarquismo y de las ráfagas de barbarie en renovado irrespeto al fuero institucional –algo que creímos vencido a partir de 1958– exhibe y propaga su fondo trágico en la región hispanoamericana, con algunas extensiones hacia Estados Unidos de Norteamérica y España. Migran venezolanos en busca de la paz inexistente en el solio nacional y que tanto pregona el régimen para sus coterráneos; paz que ya no se vive ni siquiera en los cementerios venezolanos, víctimas de un culto siniestro que subrepticiamente se promueve desde grupos afectos al sector oficial.

Nos empeñamos por años en promover un desarrollo económico que sin duda alcanzó sus merecimientos en la segunda mitad del siglo XX venezolano; pero ello no se correspondió con el desarrollo político que debió discurrir de manera paralela y complementaria. No estamos poniendo en duda el talante y proyección humana de algunos políticos de excepción, que los hay para honra de la venezolanidad permanente. Como clase política, hemos retrocedido de manera alarmante al encumbrar la antipolítica insurgente de los años noventa, error histórico imperdonable y todavía de inestimables consecuencias. Y es que más allá de incontestables excesos y errores, los artífices de la democracia “puntofijista” ejercieron el poder público con pertinente moderación; la respetuosa alternabilidad en el ejercicio de los cargos de elección popular es prueba de ello, entre otras que pudiésemos comentar.

Replantear lo político y lo económico articuladamente con lo social –sustancial para el éxito de cualquier programa– es la tarea que debemos emprender sin demora. Para ello, obviamente, es imprescindible retornar a los predios de la democracia, del Estado de Derecho, del libre mercado, de la eficaz atención a las necesidades básicas de la población. Es difícil anticipar un desenlace a lo que estamos viviendo en esta hora menguada que nos abruma. Somos víctimas de la desinformación que contamina y deforma el discurso y acontecer público; las fake news convertidas en arma predilecta de manipuladores y desestabilizadores de procesos humanos, aquellas que profundizan las diferencias sociales y subvierten la democracia en beneficio de regímenes de corte totalitario. Todo indica que las cerradas presiones internacionales continuarán su marcha, discurriendo en paralelo con el desastre interno que se agrava sin contención admisible. La pregunta sigue siendo cuándo y cómo llegará el colofón de tan atribulada historia.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!