Todas las leyes sobre libertad de prensa, según se publicita, se dictan para garantizarla. Su propósito, sin embargo, en casi 100% de los casos, es “reglamentar” ese derecho individual inalienable, limitar la libertad de prensa y coartar y manipular la información.

Los gobernantes hacen alharaca de su condición de defensores de la libertad de prensa, pero con añadidos. Hablan de “libertad responsable“ , “desestabilización“ y blablablá, y tras ello la reglamentación. Cuando estaban en la oposición el reclamo era de libertad de prensa irrestricta. Cosas que pasan.

Ahora, si a usted le dicen que desde el Estado -el gobierno, léase- van a instalar un “observatorio de la desinformación y la violencia simbólica en medios y plataformas digitales“ que tendrá como cometido “proteger a la ciudadanía de las noticias falsas, maliciosas y falacias”, y crear espacios para “reflexionar” sobre “prácticas responsables en búsqueda de un periodismo de alta calidad” y para debatir “sobre aspectos éticos del ejercicio de la libertad de expresión en Internet”, ¿qué piensa? No tiene dudas, piensa en control, censura y manipulación. Con un nuevo disfraz, aunque ya muy manido. En realidad Fidel Castro lo hizo más fácil en su momento: resolvió que todos los medios de comunicación son órganos y voceros del partido. Eran otras épocas, es cierto, y ahora hay que cuidar las maneras y adherirse a las «libertades formales», esas que durante tantas décadas repudió el progresismo socialista.

La idea, denominada como Nodio, fue lanzada hace unos días en Argentina, por la Defensoría del Público del gobierno, con el auspicio de unos cuantos periodistas y expertos comunicadores conocidos como fanáticos del kirchnerismo, la peor versión del peronismo.

Ha generado protestas de todo tipo y de todos lados: organizaciones internacionales, las empresas periodísticas argentinas, en el Congreso y hasta la propia Fiscalía General, además de recalentar y profundizar la brecha que hoy divide a los argentinos.

No se sabe qué va a pasar. Argentina anda a los tumbos y nada se puede prever. No se sabe qué es verdad y qué no, y hasta cuándo: la cotización del dólar, las cifras de contagiados y muertos o el índice de pobreza extrema.

Nadie duda que tras el observatorio está la vicepresidenta Cristina Fernández y su hijo Máximo Kirchner. Pero el presidente Alberto Fernández no debe ser ajeno dado su historial en el manejo y uso de  mecanismos “cosméticos” para controlar la prensa y la información. En sus épocas de jefe del Gabinete de Néstor Kirchner se jactaba de discriminar en el uso de la publicidad oficial. “Son dineros del gobierno y no voy a destinarlo a financiar a los enemigos”, sostenía. Fue también quien propició el manejo de las estadísticas oficiales -las que dejaron de ser creíbles a nivel mundial-, además de  artífice  de “pactos” con  medios y periodistas.

Debería haber escarmentado, pues él mismo fue censurado y “bajado” de un programa, cuando  se transformó en uno de los más ácidos críticos de la presidenta Cristina Fernández. La cabra al monte tira.

Lo de siempre: en épocas de guerras, pestes, crisis económicas y en dictaduras las primeras víctimas son la verdad, la prensa y los periodistas libres.


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