A propósito de la aparición de mi más reciente novela, Ve a comprar cigarrillos y desaparece, algunas personas me han preguntado si en Amazon se consigue también la versión digital porque lo mío es el Kindle, según puntualizan con convencimiento. Privilegio el libro físico sobre el virtual pero lo importante es el contenido más allá de cómo venga. En un libro me gusta su textura, su presentación, su papel, su olor, su portada y lo que Pedro Henríquez Ureña llamaba “la divina proporción tipográfica”. Las primeras ediciones marcan adicionalmente un interés especial. Buscar un libro que no aparece es un proyecto fascinante, seguir sus huellas, coleccionar la ruta de su recorrido, anotar algunas indicaciones, hurgar su posible paradero llamando a alguna librería donde sus anaqueles lo alojaron. Uno inmediatamente se da cuenta si alguien honra o no los libros por su manera de abrirlos y pasar sus páginas. Los bibliocidas pasan las páginas doblando el libro como si estuvieran barajando cartas. Hay que prevenirse frente a esos sujetos  contrarios a la etiqueta del bibliómano. Cuando tenemos un libro en nuestras manos no solamente hay que tratarlo con respeto sino que debemos estar conscientes de que nos alcanza una historia, un esfuerzo y el homenaje frente a algo tan firme como la palabra. Ni hablar de si estamos ante una edición de raros y antiguos en una biblioteca donde te exigen ponerte guantes blancos y honrarle sus años de gloria.

Conocer la biblioteca de una persona es mirarla al espejo, examinar sus gustos, literarios o históricos, y trazar la ruta de un conocimiento. Hay que tener cuidado con quienes lleguen a ver tus libros acomodados no vaya a ser que se encariñen con “ese que me recomendaron y tú tienes” o que uno se emociona con un tema y sale a buscar un texto relacionado. Esos son los momentos de gran peligro para la unidad de una biblioteca. A mis alumnos les exijo leer una novela venezolana durante las clases y espero que quienes se encuentren con este artículo, estén disfrutando de tal modo la misma que les abra el gusto por la lectura, y no voy a abundar en los beneficios que trae. Como tampoco tiene sentido contestar al lugar común que algunos se atreven frente a tus anaqueles: ¿Y tú te has leído todos estos libros? Umberto Eco responde la pregunta boba en uno de sus ensayos humorísticos recogidos en How to travel with a salmon? Lo escribo en inglés porque en ese idioma lo leí y también desapareció de mi biblioteca al haber cometido la tremenda equivocación, como una y otra vez lo hice, de prestarlo y tampoco recuerdo a quién fue. Si la persona en cuestión tiene memoria para recordar que se lo di en préstamo, por favor que me lo devuelva de inmediato. Ya no presto libros y he estado recomprando los que nunca me restituyeron. Con los autores de nuestras bibliotecas mantenemos una cofradía, una organización secreta y clandestina con nosotros mismos. Necesitamos saber si todos están bien, que se mantengan limpios, cuidados y esperando una nueva visita en cualquier momento inminente. “Desconfiad de quienes no relean”, solía decir Italo Calvino. Soy de los que hago anotaciones en mis libros, si merecen ser hechas. Eso devalúa los libros, gritan los tratantes del Antiquarian Booksellers Association of America, la ABAA, que es una de las organizaciones de mayor movimiento de libros raros y antiguos de este mundo. Pero en la relación intransferible que existe con los libros, alguna anotación al pie de página, o una frase subrayada sellan para siempre una indeclinable amistad.

Las bibliotecas son los mejores sitios de una casa, los más acogedores, los que más estimulan una conversación interesante. Lástima que no siempre terminan bien. Depende de si son o no cultos en la familia porque lo primero que cae bajo la picota de los herederos son las bibliotecas de las que tratan de salir de ella a toda costa so pretexto del espacio. Al espacio le cargan todas las culpas. Lo que desconocen los causahabientes que apuran la venta de los libros a quienes los compran por peso o para rematarlos en los kioskos de segunda mano, es que algunos de esos ejemplares puedan ser primeras ediciones, y de un interés supremo para los coleccionistas. Pero el libro tiene que estar en óptimas condiciones, sin rasguños ni rayones, con sus cubiertas y sobrecubiertas inmaculadas para que ingrese en el circuito externo del gran coleccionismo donde se pueden pagar fortunas por los mismos. De hecho, una de las novelas más célebres de Arturo Pérez Reverte, El club Dumas, gira alrededor de unos diabólicos tratantes de manuscritos y ediciones príncipe. Una vez fui cargando con una primera edición de ¿Por quién doblan las campanas? de Scribners de 1940 hasta Shakespeare and Co. pero la desestimaron porque no estaba en la más perfecta e impecable condición. Mi ilusión, porque además no comercio mis libros, era vender la novela y con el importe de la operación almorzar en La Tour D´Argent para luego escribir una crónica de cómo había almorzado en el restaurante más viejo de París gracias a Ernest Hemingway. Pero la operación se cayó por algún despreciable hongo habitando a sus anchas en la tripa, aunque la comilona igualmente ocurrió.

He visto cómo respetables bibliotecas son saldadas por el desdén de sus herederos. Muchos intelectuales no saben a quién dejarle sus libros. Las universidades, que deberían ser el destino de esas donaciones, no suelen ser muy receptivas tampoco con el entusiasta que quiere ver los libros de un familiar acomodados al lado de una placa conmemorativa. En honor a la verdad, los libros necesitan tratarse, librarse de sus alimañas, clasificarse y entrar en un sistema, y ello suele acarrear enormes gastos. En países donde respetan a sus escritores, como México, a la muerte de alguno, el Estado adquiere su biblioteca –a veces hasta la propia casa– o la reproduce como sala de lectura con los objetos que igualmente rodearon al creador. Pero, hay que comenzar apreciando la literatura y eso no figura en los ambiciosos planes de la nación. Los estatistas son megalómanos y providencialistas imaginando represas, autopistas o aeropuertos pero basta que les pongas un libro entre las manos para que pierdan el equilibrio y no sepan qué hacer con él. La prueba de esa incompatibilidad son nuestros políticos de las últimas décadas. Son incapaces hasta de recordar una lectura realizada ante la pregunta de cualquier periodista. Y no la recuerdan porque no la han hecho. El intelecto y la cultura pueden hacerse molestos para los ignorantes, que se hacen sentir más.  Una vez, uno de los corruptos que rodeaba a Juan Vicente Gómez quiso burlarse de Laureano Vallenilla Lanz, el eximio autor de Cesarismo democrático. Le dijo sobradamente, mirando unas tierras que le pertenecían: “A ver, doctor Vallenilla, ¿qué haría usted si tuviese de repente estas tierras mías?”, a lo que don Laureano le respondió: Lo mismo que usted haría con mi biblioteca.

En nuestro país, destruido y desmantelado, no solo han desaparecido las editoriales, los periódicos y las revistas sino las librerías y espero que la época de la post pandemia traiga un renacimiento de nuevos locales, a juzgar por los que han confesado que se dedicaron a la lectura durante los meses de encierro. Lo que sí es cierto es que la pandemia ha favorecido al libro electrónico y al comercio de libros, más allá de los establecimientos. Hace un tiempo, en un foro que organicé sobre el futuro del libro, el experto Cristian Álvarez señalaba que el libro del mañana que ya está aquí, iba a ser digital y lleno de hipervínculos infinitos. Tal vez es la utopía de que en un libro se contengan todos los libros. Las bibliotecas que conocemos ya caben en un chip. Pero el libro físico seguirá también coexistiendo con el digital por mucho tiempo. Mucho más del que los apocalípticos le han otorgado en el conteo de su caída contra las cuerdas. Por lo pronto, sigo con regocijo con los míos en mi biblioteca y, como dije, no los presto.

@kkrispin


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