Adriano González León

Adriano González León al referirse a la maternidad le oí decir que sobre ella se han realizado numerosas películas de profunda y lacrimosa sensiblería y escrito poemas, libros y relatos de oxidado melodrama y dolorosas series televisivas sobre madres solteras preñadas por el petimetre hijo del áspero dueño de la hacienda, pero que la  emoción y la sensiblería más intensa se detienen justamente en el momento del parto para que a todos nos arrastre el sentimentalismo que envuelve a la inocente e inexperta madre soltera y soltemos las lágrimas y lloremos junto a Libertad Lamarque antes de que comience a cantar otro tango. Y  esta carga de encontradas y mediocres emociones, decía Adriano, revela que todo es verdad porque no hay emoción ni suspiro de dicha que supere el nacimiento de un hijo.

Siendo niño de siete años acompañé en vespertina al cine Principal a mi mamá a ver Madreselva, la melodramática película de Libertad Lamarque que cuenta la historia de amor y desamor entre una muchacha de barrio y un famoso actor.

Libertad canta el famoso tango que da título a la película, («Vieja pared del arrabal…») refiriéndose a la madreselva, una planta trepadora, pero fue tan intensa la emoción que la película provocó en mi mamá que le ocasionó un infarto. Recuerdo que me paralicé y no supe qué hacer.

Afortunadamente, duró poco, se recuperó del ligero desmayo y logramos salir del cine y regresar a casa. Madreselva resultó tan culpable de aquel percance como la propia Libertad, pero seamos sinceros: también tuvieron mucha culpa los agravios que infligió mi papá a la pobre autora de mis días. Desde ese momento, Libertad Lamarque dejó de existir para mí (¡pero también se apagó en mí el afecto hacia mi impresentable padre!). Tres años más tarde Libertad, impertérrita, convertida en madre abnegada continuaba cantando y resultó evidente que mi mamá nunca logró sobreponerse del infortunio de aquella muchacha de barrio que cantaba «Madreselva» como si se estuviera muriendo cuando en realidad la que se estaba muriendo era mi mamá. ¡Pero todo esto, Libertad, la vieja pared y la ausente presencia de mi papá quedaron atrás! Solo permanecieron el llanto de la mujer y el desasosiego del propio país.

Me conmoví cuando nacieron mis hijos y mi hermano José Luis dijo a las enfermeras que asistieron al nacimiento de Valentina: «Avísenle a Rodolfo que es una niña!» y lloré como si estuviera oyendo cantar a Libertad Lamarque y recuerdo también que años antes estaba sentado en la escalera de la clínica cuando me avisaron el nacimiento de Boris. Quedé petrificado y la enfermera me increpó: «¿No va a decir nada?». Adriano volvía a tener razón: ¡lloré!

Por lo general, el venezolano niega o busca disimular el poderoso caudal de sus emociones porque sigue creyendo en su grosero machismo que los hombres no lloran; mucho menos si es la mujer la que tiene que afrontar la circunstancia de ver nacer al hijo. «¡Cuando nació el carajito yo estaba echándome los tragos con unos amigos en el botiquín de la esquina!», dirá el orgulloso padre mientras alientan a la madre y lloran de alegría las mujeres de la casa.

Mi papá, cuando Boris estaba por nacer entró sin avisar a la habitación en la clínica y me sorprendió ayudando a mi mujer en las contracciones del parto profiláctico. No pude atenderlo, pero le escuché decir antes de salir dando un portazo: «¡He visto vainas raras, pero nunca una como ésta!» y no entendió y mucho menos perdonó que yo estuviera comprometido en asuntos exclusivos de la mujer.

Adriano lloraba mucho, por todo y tal vez por nada, ¡vaya uno saber! El caso es que alguien, dando por sentado que por ser uno amigo del autor de País Portátil estaba obligado a saber por qué lloraba a cada rato y preguntó y yo dije, o mejor dicho, inventé que era porque no volvió a beber el agua de manantial de la casa de unas tías suyas en el Alto Escuque. ¡Me lo creyeron! ¡Es así como se forman las leyendas!

Eduardo Calixto, académico de las facultades de Medicina y Psicología de la UNAM, la universidad mexicana, sostiene en Google que lloran más las mujeres que los hombres. Asegura que la causa, más que cultural, es fisiológica o mejor dicho, hormonal. Cuando es mayor la testosterona, menos probabilidad hay de llanto. Por eso los hombres tendemos a llorar menos. ¡Pero lloramos los hombres, no los machos! En todo caso, cuando disminuyen los niveles de testosterona a lo largo de la vida, el hombre tiende a llorar con mayor frecuencia y concluye Calixto Google afirmando que si no lloráramos, tal vez viviríamos menos, seríamos más propensos a tener estrés y tendríamos más probabilidad de demencias. Llorar nos humaniza al punto de que si lloráramos más, seríamos mejores seres humanos.

Confieso que lloro en los melodramas del cine cuando las circunstancias determinan el encuentro del padre o de la madre con el hijo o la hija que dejaron de ver años atrás y se miran y abrazan y se separan para mirarse de nuevo y se borran los pavorosos malentendidos que forzaron las distancias. ¡Situación semejante jamás ocurrió con mi padre!

Y cada vez que alguien nace o se abraza, adulto, a su propia sombra (¡que es el hijo!), pienso en el manantial del Alto de Escuque y en el llanto incontenible de Adriano González León.


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