Recuerdo a Salvador Garmendia la vez que respondió la pregunta que le hizo uno de los asistentes al final de la conferencia sobre la escritura y el escritor. “¿Cómo hace usted para vencer el temor a la página en blanco?”. Salvador se le quedó mirando y dijo: “Un escritor jamás teme a una página en blanco. Más bien arde en deseos de llenar el espacio vacío con los productos de su imaginación”. Los cuentos completos que escribió entre 1958 y 2001, seleccionados por Elisa Maggi, ocupan tres volúmenes de 491, 556 y 550 páginas, respectivamente: 1.597 páginas editadas por la Fundación Rosa y Giuseppe Vagnoni con la coordinación general de Federico Prieto.

Salvador enfrentó ese enorme número de páginas en blanco con la destreza y agilidad física y mental propias de algún legendario caballero andante de brillante celada y pesada armadura. Es cosa de inventar frases, anudarlas, inyectarles tiempo, pero alterando y confundiendo la realidad para hacerla verdad en la mentira de la ficción o tratando de reflexionar sobre los enigmas que rodean y acechan permanentemente la vida que creemos vivir. ¡Salvador lo hizo! Enfrentó además las páginas de sus novelas, los libretos radiofónicos y de telenovelas. Sus guiones cinematográficos; sus artículos periodísticos; la presencia entre su páginas de algún gato para felicidad de niños y adultos.

Llenar una página es ocupar el vacío, poblar una superficie desnuda y, al parecer, sin misterio alguno.  (¡Aunque siempre anidará el misterio en lo que jamás ha sido tocado y, yo mismo, me abstengo de tocar a la pureza para no contaminarla!). Llenar la página es hacer que la música oculta detrás de las palabras surja tal como ella es y una su voz al sonido de las otras voces que van surgiendo a medida que la página se convierte en un mar de significados y se organizan los silencios que comienzan a establecerse para que las palabras revelen cada una el valor de su presencia en el texto y emerja finalmente ese pálpito inexplicable aunque glorioso e inútil que algunos llaman poesía y concedan al silencio que las enaltece el mérito de servir de amorosa distancia entre ellas.

Ocurre a veces que el comentarista político, al iniciar su artículo crítico con relación a la naturaleza de algún desplante ejecutivo, revela en la primera frase el contenido del texto, como si en lugar de guardar bajo la manga su mejor carta para mostrarla victorioso al final, la da a conocer antes de terminar el primer párrafo. Puede ser que el autor rumie o mastique observaciones de escaso o relativo interés obligando al lector a desviar la mirada y poner atención a otro texto acaso mejor estructurado o menos ansioso por llenar la página.

Se dice que Ernest Hemingway se sentaba ante la máquina de escribir antes de las 6:00 de la mañana e interrumpía su labor en el momento exacto en que tenía perfectamente claro lo que habría de ocurrir en el siguiente párrafo, página o capítulo. De manera que cuando se levantara al día siguiente y se pusiera a trabajar la hoja en blanco no le daría miedo alguno porque sabría  lo que tenía que hacer.

Unos escriben en las mañanas y ocupan las tardes en corregir lo escrito. Otros, tienen que atarearse en actividades que le permitan sobrevivir y se ven obligados a inventarse su propio horario. Pero casi todos se mantienen acordes en que lo más indicado es permanecer continuamente enfrentado a lo que escriben porque ahuyentan el temor no a la página en blanco sino a la frialdad y distancia que asumen las ideas, o los personaje cuando el autor los abandona así sea por un par de días.

Vila-Matas considera que  uno de los mejores consejos que se puede dar a un escritor porque le incita a reflexionar sobre un aspecto clave del proceso creativo es precisamente la continuidad. En su opinión, si un narrador interrumpe su trabajo durante varios días, perderá el hilo con facilidad, pero si regresa a diario sobre el texto, avanzará sin demasiados problemas.

Algunos intentan llenar la cuartilla escribiendo de noche; otros se ponen piyamas no importa la hora; otros más, lavan los trastos de cocina antes de sentarse a escribir.

En enero Flaubert, a propósito de Madame Bovary, escribió a Louise Colet: “¿Sabes cuántas páginas he escrito desde finales de agosto? ¡Sesenta y cinco! Anteayer lo releí todo y me quedé aterrado de lo poco que es y del tiempo que me ha llevado…!” En junio de ese mismo año anotó: “¡Qué milagro sería para mí aunque solo fueran dos páginas en un día cuando apenas hago tres por semana”.

En otra ocasión confesó: “La noche del domingo me coge en una página que me ha llevado todo el día y que no está ni mucho menos terminada. ¿Sabes en qué pasé anteayer toda la tarde? En mirar el campo con cristal de color; necesitaba hacerlo para una página de mi Bovary…”.

Pero el mayor agobio de Flaubert al escribir su obra maestra fue mantenerse durante dos años en ella. “Es mucho tiempo dos años siempre con los mismos personajes, chapoteando en un medio tan fétido. (…) Por eso me cuesta tanto escribir este libro; tengo que hacer grandes esfuerzos para imaginar mis personajes y después para ponerlos a hablar, pues me repugnan profundamente por su vulgaridad; no hago otra cosa que dosificar la m…»

¡Sin embargo, llenó centenares de páginas…!


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