La película Living de Oliver Hermanus, basado en el guion de Kazuo Ishiguro, es de una ternura dolorosa, aunque con inspirados momentos de humor que equilibran el tono. Con todo, el mayor peso lo lleva sobre sus hombros el actor Billy Nighy, la gran sorpresa entre los nominados al Oscar y un intérprete intuitivo que ofrece una de sus mejores actuaciones. 

Living no es una película sobre las incontables rutinas de su personaje principal, aunque intenta serlo. Tampoco, es una melancólica, a pesar que el director Oliver Hermanus se esfuerza por imprimir la sensación de cierta nostalgia entre líneas al guion del premio nobel Kazuo Ishiguro. Pero Billy Nighy, un actor versátil con un carácter específico que se trasluce en todos sus personajes, crea una segunda visión sobre este drama crepuscular, que abarca muchas cosas sin profundizar en ninguna. Con todo, el papel del intérprete (el de un anciano que recorre su vida para comprender mejor el presente), es quizás de las más extraordinarias de su peculiar carrera frente a las cámaras y del año 2022.

Como otras tantas premisas parecidas, Living comienza cuando William (Nighy) recibe la noticia que está a punto de morir. Por supuesto, se trata de una historia habitual relacionada con el miedo a lo fugaz. Por lo que el argumento de Ishiguro, se hace preguntas acerca de la posibilidad de qué hacer en adelante. Son los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial y la muerte sigue estando en todas partes. También, la condición sobre el pesimismo y la sensación agobiante que la sociedad no se recupera de sus heridas. William encarna de una manera u otra, ese tránsito entre la posguerra y los primeros años en que la memoria colectiva se cuestiona sus recuerdos. El personaje, que trabaja para el gobierno británico en un empleo burocrático que consume parte de su tiempo, descubre, entonces, que la posibilidad de morir es un punto blanco. Uno que jamás se planteó, se cuestionó, imagino. “He trabajado la mayor parte de mi vida y solo ahora, sé lo que podría ocurrir si mi vida, se resumió en solo subir al tren por las mañanas”.

Lo dice, mientras degusta un suculento trozo de carne en un restaurante. La pequeña escena, que podría pasar inadvertida en un guion más pretencioso o menos intimista, de pronto toma connotaciones de revelación. William comprende que una enfermedad no es solo un tránsito a través de dolores físicos, ni tampoco de espacios malogrados de su memoria, reciente o distante. Que la muerte es la disolución completa, la pérdida de todo lo que alguna vez soñó y aspiró. De pie en una calle de Londres o caminando, cansado y agobiado, la revelación de la disolución, del no ser y no existir, lo es todo. Es entonces, cuando el personaje decide vivir.

Una odisea de pequeños dolores y una hermosa vista hacia el futuro 

William no es una persona sencilla, no pretende serlo ni tampoco es algo que alguna vez se haya planteado. Nighy dota a su personaje de una humanidad dispareja, agobiada y cansada. De una percepción sobre sus propios errores que evade explicaciones sencillas. Morir es una empresa dura y William la lleva adelante tropezándose con sus pequeñas aspiraciones y la consideración que el futuro dejó de existir después del diagnóstico.

Vivir a plenitud para William es comprender las singularidades de bien. Un concepto complejo, duro y conmovedor que el guion desgrana sin llegar a la sensiblería o a lo cursi. Se trata de dejar el mundo mejor de lo que es, a pesar de los escombros, las cicatrices y los dolores que golpean a la cultura en que nació. Nighy brilla al crear una vitalidad sencilla, de tristeza parpadeante, a un hombre que comienza a entender que el recorrido hacia el miedo comienza por la esperanza. No es una idea contradictoria: el guion logra compenetrar ambas ideas hasta crear la certeza que todos en el mundo del personaje, alguna vez, han perdido el impulso de seguir. Que debieron batallar, con las armas exiguas de la memoria o del espíritu quebrantado, para continuar.

William encarna esos procesos, visiones y encuentros. En la felicidad de mirar el cielo nocturno o en de enfurecerse, hasta sentir que la ira le sacude el cuerpo. En manos menos hábiles, habría sido un personaje cliché sobre un moribundo en búsqueda de propósito. Pero Nighy asume la carga y el sostén de algo mayor, más elaborado y sensible. En especial, a medida que la película deja en claro que habrá un final trágico, doloroso. Que el tiempo de las buenas noticias acabó y que comienza, la lenta caída en la oscuridad.

Living, una oda a las pequeñas cosas 

La película no abarca todas las perspectivas que aspira sobre el bien y el mal, la pérdida y la sublimación de las pequeñas construcciones de la identidad. Pero con todo, la actuación de Nighy logra que lo que podría ser un filme amable, pero sin grandes altibajos, se convierta en un recorrido profundo, sincero y amoroso por la vida.

“Vivir es una forma de sueño”, dice William, de pie, mientras el tren en que se encuentra está a punto de avanzar por los rieles. “Morir, entonces, es solo una despedida, ojos que se abren, creer que hay algo más que las buenas intenciones”. No es poético, no es doloroso. Es simple convicción que lo que le espera, más allá de la muerte, es una comprensión amplia sobre el mundo que deja atrás. Quizás, el punto más profundo y bien construido de la película.

 


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