Los griegos del siglo V (antigüedad griega clásica, huelga decir) sí que lo sabían asaz bien: quien no se acercaba a «la candela», es decir, al Ágora o plaza pública, estaba «frito». Quien, teniendo conocimiento de la importancia para la comunidad (la polis) no se acercaba y participaba en las deliberaciones de los asuntos de interés público se exponía a ser considerado un idiota.

Idiota, tal era nomenclatura en la que se solía clasificar a aquellos que mostraban desdén por los problemas sociales y políticos (administrativos) acuciantes que eran urgente resolver para el normal desenvolvimiento de la vida en co-mu-ni-dad.

Uno de los aportes más sustantivos de la cultura griega al mundo de la civilización occidental fue, sin dudas, el hecho político en tanto nomos de la polis. La nomía de la política, es decir, la polisonomía tal como la concibe y describe Cornelius Castoriadis. Maximización de la autonomía del sujeto tanto en relación con el Estado como con la sociedad.

A más de 2.500 años de aquellas gestas civilizatorias de la cultura política ateniense, la especie humana hace lo que está a su alcance por preservar aquellos márgenes de autodeterminación ético-política del individuo respecto de la abstracción socio-política que el filósofo e historiador inglés Thomas Hobbes designó con el nombre de Leviatán (1651). Los seres humanos se ven cada día sometidos al imperativo insoslayable de no dejarse subsumir las terribles y asfixiantes lógicas de dominio y de reproducción del dominio en todos los órdenes de la vida social y cultural.

La literatura, el teatro, la pintura, el cine, la música, las artes en general forman parte de esa totalidad subjetiva y espiritual intrínsecamente interconectada a los demás órdenes de la vida cotidiana sin las cuales el hombre literalmente no podría vivir.

Aclaremos: obviamente sí se puede vivir sin esas manifestaciones superiores del espíritu pero a condición de quedarse en la escala subzoológica de los animales carentes de capacidad de producción de sentido en el más estricto sentido que le asigna a la expresión Paul Ricoeur. No escribimos un poema, un cuento, una novela con el expreso propósito de evadirnos de la urgente e inaplazable realidad social y política de todos los días que nos asedia y aguijonea la existencia con sus hoscos y hostiles determinaciones. Para el escritor la lengua -materna o prestada- es una viva y vivífica corriente de significados y significantes productores de sentido que interroga, asimila, plantea y replantea el orden del mundo y el mismísimo orden de la vida creada y recreada en sociedad. El lenguaje jamás es una entidad verbal asexuada o neutra. Desde la misma morfogénesis de la palabra que pugna en nuestro espíritu por nacer y expresarse en la interlocución interaccional entre hablantes el sujeto parlante se manifiesta de modo explícito o implícito de acuerdo con unas ciertas pautas que se constituyen en una dialéctica indefectible de la díada conocimiento/interés. Toda palabra comporta de suyo un cierto margen de específico interés y se orienta hacia una cierta direccionalidad  de índole ética, estética, moral y política-cultural que la inserta y compromete en una lógica dinámica más amplia, compleja y de abarcante totalidad socio-civilizatoria y siempre inserta en una singular eticidad  antropolingüística  y logocrática de evidentes filiaciones individualistas. Es innegable el logos verbal, la sintaxis sintagmática del principio de razón suficiente que rige mis explicitaciones discursivas siempre son o tratan de ser libérrimas, libertarias y por ello mismo heterodoxas.


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