La integridad da un paso más allá de la honestidad en el obrar y ante todo se convierte en clave del éxito para cualquier iniciativa grande o pequeña –a la capacidad de actuar en un momento determinado, se incorporan valores humanos y convicciones bien arraigadas–. Hablamos de la conformidad de un señalado modo de proceder, con las pautas de comportamiento que se definen en una determinada sociedad de personas, la base de toda actuación afirmativa y esencialmente virtuosa.

Los aspectos del carácter de un líder son abordados por Henry Cloud en su interesante análisis sobre la integridad o el coraje para conocer y asimilar las exigencias que se imponen en un preciso momento: la habilidad para relacionarse auténticamente con los demás –no sobre la base del miedo y del chantaje–, fomentando de tal manera la confianza entre las personas involucradas en una relación establecida; la aptitud para saber orientarse o dejarse orientar hacia la verdad inmanente; la destreza para trabajar en función de resultados prácticos y tangibles; la cualidad que permite contender con lo negativo para resolverlo o transformarlo; la soltura para orientarse o dejarse orientar hacia el crecimiento y el desenlace que favorezca a la comunidad en su conjunto. Si los integrantes de un grupo humano logran desenvolverse bajo estos criterios –concluye Cloud–, podrían alcanzarse propósitos significativos de buena estela para la sociedad.

El éxito de cualquier iniciativa humana no solo dependerá de la inteligencia del individuo que la formula; hay personas muy inteligentes que no son exitosas en sus empresas y propósitos existenciales, así como las habrá triunfantes sin dar mayores muestras de talento. Los líderes sean o no inteligentes suelen aferrarse a sus empeños y a veces se resisten a reconocer un resultado o realidad adversa a sus pretensiones, como si ello fuese el final de un trayecto definitivo; lo inteligente y además cónsono con el concepto de integridad, es reconocer, reagrupar, reintentar y alcanzar el éxito en una nueva oportunidad, siempre que la hubiere–la historia humana está llena de buenos ejemplos en ese sentido–.

El liderazgo se desdobla en el modelo que influye sobre un grupo humano constituido, con el propósito de sugerir y alcanzar metas establecidas que beneficien a todos sus integrantes. Se trata de la capacidad de motivar y dirigir acciones que podrían lograr objetivos comunes en diferentes campos de actividad: en la familia, en la escuela, en la empresa, en los predios social, cultural y político, entre otros. Procede del liderazgo un determinado poder que debe ejercerse de manera diligente y reflexiva, sin excesos autoritarios ni desplantes a los valores esenciales de la sociedad, sobre todo cuando se trata de una actuación en política. Habrá pues liderazgos inspiradores del consenso ciudadano, en oposición a los denodados perturbadores de la paz social –los siempre odiosos y excluyentes sectarismos–, aquellos que persiguen fines personales o de grupos privilegiados que revocan el interés general.

Se viene sintiendo en las últimas décadas, un creciente desencanto de las sociedades democráticas occidentales, en lo tocante al liderazgo político de quienes ambicionan ejercer cargos de elección popular –una perceptible desconfianza de la ciudadanía que sospecha cada vez más de la pulcritud e idoneidad de instituciones representativas–. Y como quiera que las entidades públicas terminan siendo reflejo de quienes las controlan, la mayor responsabilidad de lo apuntado recaerá inexorablemente en aquellos líderes que –salvo honrosas excepciones– no dan muestras de integridad ni constituyen genuinos modelos de irreprochable conducta cívica. En casos puntuales se observan fallas de autoconocimiento entre dirigentes que no terminan de comprender sus propias fortalezas y debilidades –aquellos que no serán capaces de dar rendimiento alguno–, en tanto que otros exhiben graves deficiencias en la escala de valores que inspiran a la sociedad nacional. Pero en puridad de conceptos, la incumbencia de lo anotado no debe restringirse al liderazgo que no da la talla profesional ni moral según los casos, antes bien, la ciudadanía en ejercicio de sus derechos políticos no solo es responsable de su elección, sino además está obligada a proveerse de buen juicio al momento de tomar decisiones trascendentales en la vida del país.

Para concluir, no perdamos de vista el asunto de la educación popular –la formación integral del común–, tan determinante a la hora de las grandes decisiones que atañen al destino de los pueblos. Cabe pues preguntarse –como lo hiciera Federico Jiménez Losantos– ¿por qué tanta gente se hace comunista [votando una y otra vez a sus líderes políticos] y por qué, después de cien años de la creación por Lenin de un tipo de régimen carcelario, ruinoso y genocida, el comunismo sigue siendo una ideología respetable o respetada, que domina los campos mediático y educativo, esenciales para asegurar su continuidad? La respuesta a su pregunta parece obvia: por una parte, las deficiencias del sistema educativo y, por la otra, no todos los líderes influyentes sobre las masas populares creen realmente en la democracia ni mucho menos se empeñan en resguardarla de sus habituales amenazas. Mientras tanto, muchos de quienes se dicen auténticos demócratas, no han sido ni son capaces de defender el sistema de gobierno que se sostiene en respeto a la dignidad humana y el ejercicio de las libertades públicas.


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