Cuba, Nicaragua, Venezuela, y otros países latinoamericanos, han aprobado -o están por aprobar- leyes que regulan los recursos que se pueden percibir, por concepto de cooperación internacional, por parte de las organizaciones de la sociedad civil, así como el destino que se le pueda dar a tales recursos. La intención es, entre otras cosas, cortar el financiamiento a organizaciones que se ocupan de la defensa de los derechos humanos, del acceso a la información pública, de la distribución de ayuda humanitaria, de la protección del medio ambiente, de la investigación y denuncia de casos de corrupción, de la transparencia en los actos de la administración pública, y, en general, de la mejora en las condiciones de vida de la población, dentro de un margen más amplio de libertad.

En todos estos casos, se trata de regular actividades legítimas, cuyo costo no es financiado con recursos del Estado, sino con el aporte de entidades públicas o privadas extranjeras, que tienen sus propios mecanismos de rendición de cuentas. No hay, por lo tanto, la necesidad de velar por la adecuada administración de recursos públicos, como sí la hay en lo que concierne a los recursos que administran los entes del Estado. Son las organizaciones de la sociedad civil las que, previa la aprobación de los proyectos pertinentes, obtienen esos recursos para la realización de tareas específicas, con fines legítimos, que de ninguna manera constituyen una amenaza para el Estado. En consecuencia, mediante esas leyes, se está coartando las libertades de expresión y de asociación, se está restringiendo el ejercicio de los derechos políticos, y se está erosionando las bases de la democracia.

En Nicaragua, con el pretexto de combatir la injerencia extranjera en asuntos internos, e invocando torcidamente la sentencia de la Corte Internacional de Justicia en el caso de las Actividades militares y paramilitares en y en contra de Nicaragua, la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros, con algunas excepciones, califica como tales a cualquier persona u organización que reciba recursos o mantenga vínculos de cooperación internacional con personas naturales, gobiernos o entidades extranjeras. Dichas personas u organizaciones deben inscribirse en un registro de agentes extranjeros, debiendo brindar toda la información que se les requiera, en forma detallada y documentada, incluyendo información previa de cualquier transferencia de fondos que vayan a recibir, así como del uso y destino de esos fondos, y los datos de identificación de las entidades extranjeras que los hayan proporcionado. Los “agentes extranjeros” deben presentar, mensualmente, un informe detallado de sus gastos y actividades. La autoridad competente podrá regular, verificar y supervisar las actividades de los así llamados “agentes extranjeros”. En todo caso, los nicaragüenses que actúen como “agentes extranjeros” deben abstenerse de intervenir en cuestiones o actividades de política interna o externa. Se da por entendido que, para el autor de esta ley, las violaciones de derechos humanos, la participación en el narcotráfico, o los actos de corrupción administrativa, son asuntos internos, ajenos al debate en el que pueden participar los nicaragüenses calificados como “agentes extranjeros”.

La ley nicaragüense permite cancelar la personalidad jurídica de organizaciones de la sociedad civil calificadas como ‘agentes extranjeros’, lo cual ya ha ocurrido con más de medio centenar de organizaciones no gubernamentales. Otras organizaciones, que se han negado a registrarse como agentes extranjeros, han suspendido indefinidamente sus actividades, o están expuestas a la aplicación de sanciones desproporcionadas, que incluyen sanciones penales y multas, que pueden llegar a casi medio millón de dólares. Quienes no se sometan a la ley que comentamos pueden ser acusados como autores de delitos contra la seguridad del Estado. Además, todo lo anterior se ve reforzado por otras disposiciones legales, relativas a “ciberdelitos” o delitos “contra el pueblo”, que, en su conjunto, tienen el efecto de inhibir el debate político, impedir el combate a la corrupción administrativa, y disuadir las denuncias de violaciones de derechos humanos.

Cuba va más lejos con su reciente reforma del Código Penal, en la que se sanciona con penas de entre cuatro y diez años de cárcel a cualquier persona que “apoye, fomente, financie, provea, reciba o tenga en su poder fondos, recursos materiales o financieros” provenientes de organizaciones o instituciones internacionales, y que “puedan” ser utilizados para sufragar actividades “contra el Estado y su orden constitucional”. Así, de un plumazo, se cierra la puerta al financiamiento externo de las organizaciones de la sociedad civil, dedicadas a la promoción y defensa de valores universalmente compartidos, y se crea un nuevo mecanismo para la persecución política. Por supuesto, lo que se protege con esta ley no es “el Estado” cubano, sino una tiranía, que pretende silenciar a toda una nación.

Ahora es el turno de Venezuela, que ha desempolvado un viejo proyecto de Ley de Cooperación Internacional, supuestamente para proporcionar al presidente de la República un marco normativo “que le permita crear los organismos administrativos y financieros necesarios para la ejecución, seguimiento y evaluación de las políticas, acciones y actividades que se lleven a cabo en materia de cooperación internacional”. O sea, desde la partida, se anuncia que el propósito de esta ley es asegurar que sea el régimen de Maduro el que asuma directamente la gestión de los recursos financieros obtenidos a través de la cooperación internacional. Leyes de esta naturaleza no estimulan la cooperación internacional, sino que la desalientan. Por mucho que sea su empeño en fortalecer el imperio de la ley y el respeto de los derechos humanos, las agencias de cooperación no van a entregarle recursos precisamente a quienes han generado una catástrofe humanitaria, han desmantelado el Estado de Derecho, y están siendo investigados por la comisión de crímenes de lesa humanidad. Nadie va a donar alimentos o medicinas a quien utiliza las bolsas de comida para premiar o castigar a los venezolanos, según su grado de compromiso con la revolución. Nadie, en su sano juicio, va a dar dinero para proteger el medio ambiente a quien ha destruido el Arco Minero del Orinoco.

El proyecto de ley pendiente de aprobación en Venezuela tiene la particularidad de que restringe la cooperación internacional a lo que -en opinión del legislador- se considera prioritario, en las áreas de cooperación que allí se señala específicamente, relegando lo que pueda ser de interés para la sociedad civil como, por ejemplo, la defensa de los derechos humanos, o la denuncia de la infiltración de grupos criminales en la estructura del Estado. El objetivo de “propiciar la consolidación de gobiernos democráticos, el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales” es parte de un discurso retórico, que debe leerse en el contexto de una cooperación internacional controlada enteramente por el Estado, a través del ente que se creará para ese efecto.

Este proyecto de ley parte de la premisa de que la cooperación internacional debe estar “basada en la no intervención en los asuntos” internos de los Estados, lo cual parece legítimo. El problema está en que, para el régimen venezolano, la forma como el Estado trate a sus ciudadanos es uno de esos asuntos de su competencia exclusiva, independientemente de lo que pueda decir el Derecho Internacional o los tratados válidamente suscritos por Venezuela. El problema está en que, para los que mandan en Venezuela (al igual que en Cuba o Nicaragua), el ejercicio de las libertades de expresión y de asociación, así como el ejercicio de los derechos políticos y de los derechos humanos en general, está sujeto a las condiciones y límites que determine el régimen.

Según el proyecto de ley de la Asamblea Nacional de Venezuela, en el ámbito de la cooperación internacional, la política del Estado venezolano busca la construcción de un modelo distinto al neoliberal, que se caracterizaría por “imponer su hegemonía de pensamiento único”. De acuerdo con este proyecto de ley, la herramienta utilizada por las potencias extranjeras para imponer el “pensamiento único” ha sido precisamente la cooperación internacional. Pero, paradójicamente, ha sido el régimen chavista el que ha impuesto en Venezuela la hegemonía comunicacional, tratando de imponer un pensamiento único, e intentando evitar que se difunda información sobre graves violaciones de derechos humanos y sobre casos de corrupción. Con este proyecto de ley, de lo que se trata es de fortalecer “el modelo bolivariano”, con todas sus implicaciones ideológicas, económicas y sociales, y con todo lo que eso supone para la difusión de las fantasías de la propaganda oficial, que ignora el tremendo retroceso experimentado por Venezuela en estos últimos veintitrés años, en todos sus aspectos.

En este proyecto de ley, el Estado asume el deber de regular las actividades de las organizaciones de la sociedad civil -no sólo las ONG- que tengan participación en actividades relacionadas con la cooperación internacional. Al igual que en Nicaragua, las organizaciones no gubernamentales -venezolanas y extranjeras- que realicen actividades en Venezuela, y que cumplan con los requisitos que indicará un reglamento a dictarse posteriormente, deberán inscribirse en un registro público que se crea para este efecto. Ese registro es una condición necesaria para poder participar en actividades financiadas mediante la cooperación internacional. Las organizaciones no gubernamentales que operen en Venezuela tendrán la obligación de suministrar a las autoridades competentes, así como a cualquier ciudadano que lo solicite, la información y datos sobre su constitución, estatutos, actividades, especificación detallada de sus fuentes de financiamiento, y administración y destino de sus recursos.

Puesto que éste es un instrumento de control político, no podían faltar las medidas punitivas. El proyecto de ley que comentamos contempla la “prohibición, suspensión, restricción o eliminación definitiva” de todas aquellas organizaciones no gubernamentales que, directa o indirectamente, promuevan o participen en la aplicación de lo que allí se denomina “medidas coercitivas unilaterales” contra Venezuela. Obviamente, todas aquellas organizaciones no gubernamentales que han denunciado violaciones de derechos humanos o la comisión de crímenes de lesa humanidad -que es lo que sirve de fundamento a las sanciones impuestas por los Estados Unidos o la Unión Europea-, han participado “indirectamente” en la adopción de esas sanciones y, por lo tanto, son susceptibles de ser prohibidas, suspendidas (sine die), o eliminadas definitivamente. ¡De eso se trata!

Ninguna ley de cooperación internacional ha sido necesaria para encarcelar a centenares de activistas sociales, para impedir la constitución y el registro de asociaciones civiles, o para silenciar a la prensa independiente y a las redes sociales. Sin embargo, con leyes que regulan la actividad y el financiamiento de organizaciones no gubernamentales, que, por definición, no persiguen fines de lucro, se está asegurando que regímenes tiránicos puedan operar en la más absoluta oscuridad, sin ningún control social, saqueando los recursos del Estado, y se busca garantizar la impunidad de crímenes de lesa humanidad. Lo primero, ya está hecho. Esto último, puede que no lo consigan.


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